La costumbre de dirimir las ofensas a través de un duelo tiene raíces bien antiguas. Todos podemos recordar la imagen de la clásica escena de caballeros con armadura montados a caballo y con lanza, en las justas o torneos medievales.
Aquella vieja costumbre de los duelos y desafíos se popularizó en los siglos siguientes. En 1550 se codifica por primera vez en una obra del italiano Andrea Alciati. Se definía con detalle lo que era el honor y se concretaban las correspondientes reparaciones de su agravio, según la naturaleza de cada ofensa. Se estableció todo un protocolo que era casi en un rito: la ofensa previa, el reto (de palabra o mediante carta, con guante o bofetada), los padrinos, el arma a elegir, el lugar e incluso la distancia entre contendientes. Las modalidades más habituales fueron el “duelo a primera sangre” y el “duelo a muerte”. Se hicieron tan habituales entre personas de cierto linaje, que un cronista francés, Tallemant de Réaux, calculaba que entre 1589 y 1610 tuvieron lugar en Francia unos diez mil duelos en los que perdieron la vida más de cuatro mil personas.
El duelo estaba vinculado a los conceptos clásicos de honor y venganza. Se desarrollaba por voluntad del desafiante, para “reparar” una injuria. El objetivo no solía ser matar al oponente, sino lograr “satisfacción”, restaurar el propio honor, cosa que se obtenía al poner en juego la propia vida para defenderlo.
La mayoría de las sociedades occidentales de entonces consideraban la victoria en duelo más un acto de heroísmo que un homicidio. Incluso mejoraba el estatus social del vencedor y consolidaba su respetabilidad como caballero. Era un medio aceptado para resolver disputas, pues se veía como una alternativa mejor que otras formas de conflicto menos reguladas. Los participantes de un duelo correctamente planteado no eran por lo general perseguidos, y si lo eran, recibían penas bastantes leves, y raramente se les encarcelaba por ese motivo. En cambio, declinar un desafío suponía quedar deshonrado: se veía como un deshonor y un acto de cobardía.
Desde sus inicios, y a pesar de su amplia aceptación social y su popularidad literaria, el duelo recibió diversos grados de condena por las autoridades eclesiásticas y civiles. El Concilio de Trento, finalizado en 1563, lo prohibió con rotundidad, penalizando con excomunión “la detestable costumbre de los desafíos”, tanto para quienes se batieran como para los padrinos o cualquier otro participante o espectador. Su ilegalización fue bastante general durante siglos, pero en la práctica no llegaría a resultar efectiva hasta las primeras décadas del siglo XX. Por ejemplo, todavía en 1905, el Catecismo de San Pío X recoge expresiones durísimas contra el duelo, lo que manifiesta que su práctica seguía presente.
Por fortuna, la vieja costumbre del duelo a espada o pistola queda ya hoy muy lejos de nuestra cultura. Sin embargo, la espiral del honor herido, o de los agravios que nunca parecen quedar suficientemente satisfechos, es algo que sigue bien presente. Quizá demasiadas veces nos sentimos ofendidos demasiado pronto. O asociamos demasiado nuestra honra a detalles que, objetivamente, son una nimiedad que podríamos pasar por alto. Vemos cada día demasiadas personas con sus mentes oscurecidas o hipotecadas por rencores que bien podrían superar. Todos comprendemos que cualquier amigo, o cualquier persona querida, a lo largo de años de convivencia, es difícil que no tenga con nosotros algún conflicto. Si no estamos entrenados en resolver con soltura esos pequeños desencuentros, que son cosa ordinaria, nos pasaremos la vida en una creciente sucesión de agravios, exigiendo constantes reparaciones a nuestro honor herido, como aquellos antiguos y orgullosos espadachines. Está claro que no se trata de permanecer impasibles ante las posibles ofensas, pero siempre será una muestra de inteligencia no dejarse enredar en la espiral del agravio, el rencor o la susceptibilidad.