En pocos meses, la “tierra dorada de California” se ve invadida por oleadas de buscadores de oro provenientes de los lugares más lejanos y dispares. No hay un modo fácil de llegar hasta allí. Al principio viajan en barco desde la costa Este y tardan entre cinco y ocho meses en rodear el continente por la ruta de Cabo de Hornos. Otros van por el Istmo de Panamá con mulas y canoas para seguir luego en barco por el Pacífico. Nada más llegar, las tripulaciones de los barcos desertan para ir a los campos de oro, de modo que los muelles del puerto se transforman en junglas de mástiles de los cientos de barcos abandonados. Otros viajeros cruzan a través de México, o atraviesan Estados Unidos en largos y penosos viajes en caravana.
Los efectos de esta migración repentina son espectaculares. La población crece vertiginosamente. San Francisco, que era una pequeña población, pasa en cuestión de meses a ser una gran ciudad. Se construyen nuevos poblados, caminos, escuelas, e incluso una línea de ferrocarril. Surge un sistema legal y de gobierno que en 1850 lleva a California a ser el 31º Estado de la Unión.
La mayor parte del oro de fácil acceso se acaba enseguida, por lo que la atención se dirige a lugares más difíciles y crece el rechazo a los extranjeros. Pronto surgen conflictos y problemas, pero la seducción del oro no disminuye. Los buscadores se lanzan en sucesivas y febriles avalanchas por toda Norteamérica. Las más espectaculares llegan a Pike’s Peak (Colorado) en 1859, a Deadwood (Dakota del Sur) en 1876 y a Klondike (en el territorio canadiense de Yukón) en 1897. Donde surge la fiebre del oro, brotan de la noche a la mañana pueblos prósperos y broncos. Al decaer la fiebre, quedan abandonados y convertidos en poblados fantasma en cuestión de semanas.
La realidad es que solo una exigua minoría de esos intrépidos cazafortunas encontró el dorado anhelo de sus sueños. La mayoría de ellos se arruinaron y apenas tuvieron para comer. Con todo, no debe hacerse una valoración demasiado negativa de todo aquello, pues también despertó enormes energías y fue germen del famoso “sueño americano” que hizo posibles tantos progresos.
Hay sucesos de nuestra vida diaria que guardan cierto parecido con este fenómeno de la fiebre del oro. Nos sentimos con frecuencia arrastrados por un sentimiento general que nos envuelve y nos presenta un horizonte concreto como algo muy atractivo y prometedor. Son reclamos que mueven grandes masas y que suelen tener aspectos positivos junto con otros que tienen bastante de psicosis colectiva o de manipulación mediática. Aprender a distinguir una cosa de la otra es importante, puesto que los hombres hemos de estar insertados en nuestro mundo pero tenemos también que aprender a verlo con cierta perspectiva y a ser suficientemente críticos con él.
Podemos y debemos pulsar los sentimientos colectivos, e incluso compartirlos y vibrar con ellos. Pero, al tiempo, debemos aprender a sustraernos de las fiebres que los contagian, los oscurecen o los confunden. Cada época tiene sus claridades y sus ofuscaciones, y tenemos que elevar nuestra visión para examinar con ojos críticos todos sus señuelos: la fascinación de los avances tecnológicos y de comunicación, la sugestión de los progresos económicos, el hechizo de las figuras o los pensamientos de moda, o los encumbramientos y los linchamientos mediáticos, que muchas veces son auténticas obcecaciones. Cuando observamos todo eso unos años después, enseguida distinguimos las terquedades y obstinaciones propias del momento, que el tiempo se ha encargado de poner en su lugar. Quienes entonces tuvieron el suficiente sentido crítico para situar las cosas dentro de una perspectiva más amplia, son los que lograron atravesar su tiempo sin dejarse deslumbrar por él.