Corría el curso 1968-69, en un colegio de California. El Doctor Robert Rosenthal cerró su portafolios y se dirigió a un grupo de profesores que le escuchaba con atención: «Los resultados de las pruebas realizadas no dejan lugar a dudas. Estoy en condiciones de asegurarles que este 20 por ciento de alumnos que les he señalado tiene unas capacidades intelectuales superiores a lo normal». Los profesores tomaron buena nota de todo aquello y regresaron a su trabajo habitual. Ocho meses más tarde, las calificaciones finales arrojaban un resultado contundente: el rendimiento de ese grupo de alumnos teóricamente más inteligente era notoriamente superior al del resto.
La anécdota, y su conclusión, parecen obvias. Pero hay un pequeño detalle: Rosenthal había elegido ese 20 por ciento de alumnos al azar.
El experimento de este profesor de Harvard es bastante conocido en el mundo de la educación. Lo que había mejorado el rendimiento de esos alumnos no eran sus aptitudes naturales, sino las altas expectativas de sus profesores y la mayor atención que –quizá inconscientemente– todos les habían dedicado. A su vez, los propios alumnos, conscientes de que se esperaba más de ellos, también se habían esforzado más.
La manera en que nos relacionamos con los demás, sean alumnos, hijos o colaboradores, condiciona enormemente su rendimiento personal. El mero hecho de saber que alguien espera mucho de nosotros, y que confía en que seremos capaces de conseguir algo –aunque sean capacidades para las que no estamos realmente muy dotados–, supone un estímulo grande y añade una energía que nos lleva a alcanzar metas superiores.
Cuando se confía en el potencial de desarrollo de las personas, esa relación transmite confianza y seguridad, genera una motivación especial para superar obstáculos y llegar a más. “Trata a una persona como parece que es y seguirá siendo como siempre ha sido. Trátala como puede llegar a ser y se convertirá en quien realmente es”, decía Goethe. En contra de eso está el fácil recurso de ir a lo seguro, de contar con quien siempre hemos contado, con resultados probados, atendiendo sobre todo al corto plazo y evitando la complicación que suele suponer la tarea de descubrir nuevas personas, o de descubrir nuevos talentos en las personas que ya conocemos. Esa actitud puede deberse a la pereza, a la desconfianza o al escepticismo, pero las consecuencias son casi siempre la frustración de numerosas potencialidades en las personas.
La imagen que cada uno tiene de sí mismo es en gran parte un reflejo de lo que en él ven los demás. Por eso las expectativas que ponemos en una persona pueden llegar a cambiar mucho a esa persona, mejorando o empeorando su motivación personal. Por eso hay que desconfiar un poco de nuestra “intuición profesoral”, que a veces se jacta de presentimientos o impresiones del tipo de “yo sé cómo es una persona al primer golpe de vista”, o “yo ya veo desde el primer momento quién vale y quién no”, u otros juicios apresurados en los que atribuimos a un pequeño dato o a una corazonada el valor de una sentencia (que con frecuencia luego se cumple, no por nuestra intuición sino por la fuerza del prejuicio).
Para ayudar de verdad a los demás hay que aprender a valorar a la gente. Somos más transparentes de lo que pensamos, y por eso no basta con la estrategia de simular unas expectativas, sino que hay que cambiar nuestra mente para ver con mejores ojos a los demás. Porque si una persona tiende a valorar en poco a los demás, tenderá a tratarles con poca consideración, a pensar mal de ellos, a hablar mal de ellos y, en definitiva, a dificultar que desarrollen el talento que tienen.