Estuvo caminando durante varios días sin que sucediera nada especial. Atravesó un bosque y se encontró con una bruja de aspecto terrible, pero no le impresionó nada. Más adelante, en un claro del camino, encontró una casa donde vivía un ogro espantoso que tampoco logró asustarle. A la mañana siguiente llegó a una ciudad donde escuchó en la plaza a un pregonero. Decía que quien se atreviera a pasar tres noches seguidas en un terrible castillo deshabitado, el rey le concedería a la mano de su hija. No dudó en aceptar el reto, y ni los fantasmas ni las fieras que se encontró consiguieron asustarle, por lo que se casó finalmente con la princesa.
Había pasado por mil aventuras sin sentir miedo. Solamente al final del cuento, cuando ya se había casado con la princesa y todo funcionaba perfectamente, es cuando sucedió algo que le hizo sentir miedo por primera vez.
Hasta ese momento no tenía nada, y por eso no tenía ningún temor. Sin embargo, cuando tuvo ya su amor por la princesa, conoció también lo que era el miedo a perderla. En la medida en que nosotros queremos o valoramos algo, tenemos miedo a perderlo. El miedo es una emoción con la que nacemos, pero que se va dimensionando y templando a través de la propia educación y de la cultura en que vivimos.
Hay un miedo sano y razonable, que es natural y necesario. Si no tuviéramos miedo, no valoraríamos el peligro ni los riesgos que asumimos en cada momento. Ese miedo razonable está asociado a la prudencia y nos permite reconocer lo que nos pone en riesgo, para decidir entonces si debemos asumirlo o no. Y bastantes veces, eso es lo que más nos ayuda a pensar mejor lo que decimos, trabajar aunque nos cueste, respetar las normas establecidas, comportarnos correctamente o cumplir nuestras obligaciones.
Todos, y especialmente quienes buscan desempeñar cualquier tipo de liderazgo, sentimos miedo. Miedo al fracaso, al rechazo, a hacer el ridículo, a perder posiciones de poder o de influencia o de afecto, miedo a equivocarnos, a lo que piensen o hablen de nosotros. Pero ese miedo puede dejar de ser razonable y crecer demasiado, hasta convertirse en lo que podríamos llamar miedo tóxico, un miedo que paraliza, que lleva a vivir en una preocupación desproporcionada y patológica.
Todos procuramos anticiparnos un poco al futuro, para pensar cuál es la mejor estrategia que debemos seguir, y eso es muy razonable. Pero si nos encontramos demasiado condicionados por cosas que pueden suceder y luego casi nunca suceden, o si vemos que nos importa demasiado lo que piensan o puedan pensar los demás, entonces es bastante probable que estemos siendo gobernados por nuestros miedos en vez de gobernarlos nosotros.
Lo que nos motiva y nos interesa, siempre lleva asociado un riesgo y, por tanto, también un miedo. No hay una cosa sin la otra, igual que no hay rosas sin espinas, luces sin sombras, o amor sin sufrimiento. Ha de haber un equilibrio entre nuestros deseos, que siempre traen consigo miedos y ansiedades, pero que son necesarios, y el margen que concedemos a esas naturales aprensiones. Pero sin olvidar que, al menos en la cultura latina, vivimos en una sociedad muy afiliativa, en la que nos preocupa demasiado la aprobación del grupo, de nuestro entorno. Nos cuesta hablar en público, aprender idiomas, ser coherentes cuando supone salirse de lo que hacen quienes nos rodean. Por eso solemos arrepentirnos más de lo que hemos dejado de hacer, que de lo que hemos hecho. Si eso sucede, quizá tenemos que afrontar mejor el miedo, superar el temor al cambio, arriesgar un poco más.