Hoy, el núcleo principal del debate sobre la libertad de enseñanza está en la pluralidad y igualdad de oportunidades. Y eso nos lleva de inmediato a la cuestión de la financiación, pues la igualdad de oportunidades en la financiación es la única forma de lograr una efectiva igualdad de oportunidades para todos, no solo para los que tienen más recursos. Y esa igualdad de oportunidades en la financiación, para que sea justa, plantea de inmediato la necesidad de una adecuada rendición de cuentas.
¿Libertad o igualdad? El debate sobre la libertad de enseñanza ha ido evolucionando bastante, a mi modo de ver, durante los últimos años. Hoy casi nadie se plantea demasiados problemas respecto a lo que hagan con su dinero los centros educativos privados no concertados. Mientras se respeten las condiciones básicas generales y los planes de estudio establecidos, nadie muestra demasiado interés en ello.
Hoy, el núcleo del debate en la libertad de enseñanza está en la financiación. El interés no está centrado tanto en qué asignaturas estudian, o qué titulaciones han de tener los profesores, o qué instalaciones requiere un colegio. Las normativas establecidas en torno a esos puntos generan algo de debate, pero de muy baja intensidad.
El núcleo del debate está en la igualdad de oportunidades y en la pluralidad. Y, como veremos, eso nos lleva enseguida a la cuestión de la financiación, pues la igualdad de oportunidades en la financiación es la única forma de lograr una efectiva igualdad de oportunidades para todos, no solo para los que tienen más recursos.
Muchas veces, al hablar de libertad de enseñanza, parece que se abre un debate entre dos polos opuestos. Unos, “más conservadores”, con una posición supuestamente más desahogada, que insisten en la libertad. Y otros, “más progresistas”, en una posición supuestamente más desfavorecida, que insisten en la igualdad. La percepción de muchos es que aquellos que hablan desde una posición de ventaja, insisten más en la libertad, quizá como un modo de asegurarse su posición, que lograrán mantener si se impone una dinámica más liberal, puesto que ellos están en una posición de dominio. Mientras, los que están en una posición más vulnerable, por poseer menos medios económicos o menor fuerza para acceder a la educación de calidad, insisten más en la igualdad, puesto que si el marco que establecen los poderes públicos pone más el acento en la igualdad, ellos tendrán más oportunidades.
El debate no es sencillo ni obvio. Bajo muchos aspectos, en mi opinión, esa percepción tiene bastante fundamento. No soy nada partidario de sacralizar las leyes del mercado, ni de considerar que la simple libre concurrencia lo mejora todo. Precisamente, la obligación de los poderes públicos es establecer marcos normativos que faciliten, dentro de ellos, que las leyes del mercado fomenten realmente la igualdad de oportunidades, preserven la pluralidad y no reduzcan el libre mercado a un contemplar impasiblemente cómo el fuerte se impone “libremente” sobre el débil. En una sociedad verdaderamente humana, el imperio de la ley y de los valores sociales debe sustituir al imperio de la fuerza, propio del reino animal.
En ese sentido, me posiciono como un convencido de la necesidad de promover la igualdad de oportunidades en la educación, en vez de insistir demasiado en la libertad, para evitar que debate actual quede viciado por los motivos antes expuestos.
¿Igualdad y/o pluralidad? Igualdad de oportunidades de acceso, pero… ¿acceso a qué? ¿Todos a lo mismo? En una democracia moderna, ¿podemos contentarnos con que todos reciban la misma educación, decidida, planificada e impartida siempre y solo por quienes manejan los resortes de los poderes públicos? ¿No corre entonces el peligro de convertirse en una palanca de uniformización, en una fácil tentación de establecer dinámicas de adoctrinamiento, al haber concentrado en ellos una responsabilidad tan enorme? Es obvio que todos los ciudadanos deben tener una igualdad de oportunidades en el acceso a la enseñanza, a la cultura, al saber, a sus posibilidades de llegar a un empleo digno en el que se realicen como personas. Pero parece obvio también que la igualdad de oportunidades debe ir ligada a la pluralidad de caminos que tomar. Una igualdad de oportunidades que se limite a que todos hagan lo mismo sería una caricatura de la igualdad, un señuelo propio de regímenes autoritarios ya felizmente desenmascarados en sus promesas de igualación.
Siempre he pensado que para que una democracia continúe siendo siempre una democracia, ha de poner especial cuidado en que haya un gran respeto a la pluralidad en dos grandes ámbitos: en la educación y en los medios de comunicación. Si no hay un sistema plural de medios de comunicación y un sistema educativo plural, será muy difícil preservar una efectiva pluralidad de pensamiento, que es obviamente fundamental para que una democracia realmente lo sea.
Hemos superado felizmente los tiempos del partido único, del modelo único, de la censura previa, de la falta de libertad de expresión o de asociación. Es fundamental que nadie se arrogue, retorciendo la realidad de las cosas, el derecho a imponer un modelo único. Y, por ejemplo, decir que solo puede haber enseñanza pública sería al menos tan ridículo como decir que solo puede medios de comunicación públicos.
¿El que la quiera, que se la pague? En este punto del debate surge con frecuencia ese fácil descarte. No hay objeción ninguna a la enseñanza privada, pero… “el que la quiera, que se la pague; con dinero público, no; con mi dinero, no.” Podemos acudir entonces a una sencilla comparación. Los sindicatos y los partidos políticos son organizaciones privadas y se financian con dinero público. Los poderes públicos facilitan financiación a todos ellos, de acuerdo con su nivel de demanda e implantación (número de votos, escaños, concejales, representantes sindicales, etc.), pero desde luego no según la simpatía o cercanía ideológica o política que tengan con el gobierno de turno. Son, o al menos deberían ser, criterios objetivos de financiación, marcados por las leyes.
Se entiende que esos partidos y sindicatos prestan servicios esenciales, y que por eso conviene financiarlos en régimen de igualdad de oportunidades, para enriquecer la pluralidad de opciones y hacer más libre y democrática la sociedad.
Pues bien, la enseñanza es también un servicio esencial, y es lógico que reciba financiación pública según sea demandada por las familias, y desde luego no según la cercanía a las ideas políticas o ideológicas de quien gobierna en cada momento.
Quienes dicen lo de que “el dinero público, para la escuela pública”, ¿deberían también entonces decir que un partido o un sindicato ha de ser de titularidad pública para poder recibir dinero público? Desde luego, eso sería volver a los tiempos de la dictadura, con sindicatos verticales y partido único, y no creo que sea lo que quieran. Hay en ellos, sin duda, una seria contradicción.
Los partidos y sindicatos son organizaciones privadas, y el hecho de que sean organizaciones privadas es algo básico para garantizar la pluralidad y la igualdad de oportunidades en democracia. De la misma manera, sin una oferta educativa plural, adaptada a los deseos reales y demostrados de las familias, el futuro de la democracia quedaría en entredicho. Una educación que no fuera plural, que se impusiera a todos según un modelo único, poco a poco dejaría se der propiamente educación para deslizarse progresivamente en diversas formas de adoctrinamiento, de la misma manera que una información que no fuera plural poco a poco derivaría en propaganda. Por eso, una educación e información plurales son claves para la pluralidad de pensamiento y para la preservación de la democracia.
Facilitar financiación pública a las escuelas privadas no debe ser una liberalidad ni una discrecionalidad de los gobiernos, sino un derecho de iniciativas civiles que crean espacios de pluralidad democrática. Lo natural es que se financien los proyectos educativos que funcionen bien y tengan demanda por parte de las familias, pues es el modo más sencillo de incentivar la mejora de la educación en un país.
Las familias que eligen un tipo u otro de enseñanza pagan impuestos igualmente todas ellas, y por tanto tienen completo derecho a acceder a la financiación pública en igualdad de oportunidades con todos los demás.
Y el hecho de que se reciba financiación pública no justifica imponer criterios pedagógicos, ni políticos, ni ideológicos. Solo unos parámetros mínimos de calidad en la prestación de esos servicios, como se exigen en cualquier otro servicio similar. El hecho de recibir un concierto educativo no debe suponer más que una rendición de cuentas sobre el empleo de los fondos públicos recibidos.
La financiación pública no debe cercenar la pluralidad de modelos educativos, que es tan fundamental para evitar imposiciones ideológicas contrarias a la democracia. Y a quien dice que no está dispuesto a que con el dinero de sus impuestos se financien centros de enseñanza que no le gustan, quizá hay que hacerle ver que con los impuestos de todos (los de él y los de quien lleva a sus hijos a un colegio que a él no le gusta) se financian muchas cosas que a ninguno de los dos les interesará o gustará (sean determinados partidos, sindicatos, obras públicas, manifestaciones culturales, etc.), pero que son perfectamente legales y tienen todo el derecho de poder ser financiados, nos caigan mejor o peor.
Financiación y autonomía El siguiente gran punto de debate es en qué medida el hecho de recibir dinero público limita la autonomía de un centro educativo.
La Constitución Española, en su artículo 27, reconoce la libertad de enseñanza y el derecho de todos a la educación, e insiste en que los poderes públicos deben garantizar el derecho que asiste a los padres para que sus hijos reciban la formación que esté de acuerdo con sus propias convicciones.
Por fortuna, se trata de un principio poco cuestionado en la actualidad. Pocos hablan hoy de hurtar a los padres el derecho a decidir sobre la educación de sus hijos, salvo aquellos pocos casos en que hayan de ser privados de la patria potestad mediante resolución judicial.
Pero, volviendo a ese derecho de los padres a decidir sobre qué educación reciben sus hijos, es obvio que, para que eso sea posible, debe haber una pluralidad de oferta educativa, pues de lo contrario ese derecho fundamental quedaría en papel mojado. Deben existir centros docentes que desarrollen proyectos plurales y diversos, como garantía de una verdadera democracia, igual que debe haber partidos políticos o sindicatos o periódicos o televisiones plurales.
Y es claro que, para que existan esos proyectos educativos plurales, debe haber libertad para crear centros docentes, como reconoce en el apartado 6º de dicho artículo, y debe haber también derecho a dirigirlos, como pronto reconoció a ese respecto el Tribunal Constitucional (STC 77/1985, ll.20), así como el derecho a definir el carácter propio de estos centros (STC 5/1981, ll.8-10 y STC 77/1985, ll.7-10), y el derecho de los padres a escoger libremente entre centros públicos o privados (STC 5/1981, ll.8 y STC 77/1985, ll.5).
Las leyes orgánicas de educación de las últimas décadas, han establecido una serie de limitaciones a la autonomía a los centros privados que reciben financiación pública, y esas limitaciones se han centrado en tres cuestiones principales.
Una es que deben incorporarse al sistema público de escolarización y emplear por tanto los mismos criterios de admisión que los centros públicos. Esto se ha implantado sin apenas debate, y hay que decir que los centros concertados se encuentran bastante cómodos en ese sentido. Las familias eligen con libertad el centro que prefieren, marcando un orden de prioridades, y los centros poco tienen que objetar, pues cuando una familia quiere un centro porque lo considera el mejor para su hijo, lo habitual es que el centro también quede satisfecho con la incorporación de esa familia.
Otra segunda limitación de autonomía para los centros concertados es el Consejo Escolar. Se trata de un órgano colegiado de participación en el funcionamiento y gobierno de los centros públicos y concertados, mediante el que las administraciones educativas garantizan la intervención de la comunidad educativa en el control y gestión de dichos centros. La experiencia de estos últimos treinta años es que los centros concertados se encuentran también bastante cómodos en ese modelo, pues, aunque suponga una efectiva pérdida de autonomía, también es cierto que les obliga a implicar más a todos (profesores, padres, personal no docente y alumnos) en la marcha del centro, y eso a largo plazo suele ser un beneficio también para el titular y para todo el centro.
La tercera de esas limitaciones se refiere a la prohibición de establecer cuotas obligatorias a las familias. Como la financiación pública suele ser muy ajustada o insuficiente, eso hace que la necesaria obtención de fondos para la buena marcha del centro acabe sometida a la voluntariedad de las familias. El titular tiene que ofrecer actividades y servicios añadidos que permitan la supervivencia económica del centro, y solo si son atractivos para las familias llevarán a estas a pagarlos. Todo ello lleva a los centros a elevar su calidad, como sucede por ejemplo, salvando las distancias, cuando las universidades han de prestar servicios externos para financiar sus proyectos de investigación: solo si son buenos reciben el dinero que necesitan, y eso les aleja de planteamientos ineficientes, o de públicos cautivos, nada positivos para la mejora de la educación.
No es que estas tres limitaciones sean las únicas de los centros concertados, pero sí las principales, y a mi modo de ver bastante sensatas si las administraciones públicas las gestionan sin sectarismos. Es lógico que quien recibe dinero público esté abierto a todos y se someta a un sistema de rendición de cuentas, y dentro de las muchas formas de plantearlo, la actual es una de las posibles. La diversidad en cuanto a su aplicación real en las distintas comunidades autónomas se refiere sobre todo al último punto, a la mayor o menor flexibilidad en cuanto a las cuotas de las familias, y también en otro más, que es precisamente la apertura al establecimiento de nuevos conciertos, es decir, a la planificación educativa según la demanda real por parte de las familias.
Cuotas de las familias Cuando una administración educativa se sobrepasa en su celo para limitar los cobros a las familias por actividades o servicios complementarios en los centros concertados, el resultado es que logra una igualación a la baja en el servicio educativo prestado. Si la financiación es finalista y es escasa –que lo es–, y además se dificulta que se haga cualquier mejora añadida, es obvio que eso obstaculiza su funcionamiento. Por el otro extremo, si hay un exceso de manga ancha en cuanto a esos cobros, hasta el punto de ser casi obligatorios, se resentiría la igualdad de oportunidades a la hora de elegir centro, pues algunos centros podrían en la práctica seleccionar a sus alumnos y quedarse solo con los que tienen más recursos.
A su vez, las familias que eligen centros privados sin ninguna financiación pública, ahorran al erario público cantidades importantes, y lo hacen muchas veces con un importante sacrificio por su parte. Parece lógico que los poderes públicos establezcan un modo de financiación parcial también para esos centros, que, además de ahorrar dinero público, suponen un incremento de la pluralidad de oferta.
Pienso que debe buscarse una solución satisfactoria para la red totalmente privada y para la red concertada, sin establecer oposición entre una y otra, ni entre ellas y la red pública. Debe buscarse una solución que no sea defensa de un interés de grupo, sino una solución de consenso, de respeto a la pluralidad de modelos consagrada en la Constitución.
Una opción es elevar la financiación de la enseñanza concertada de modo que no necesite de cuotas a las familias. El problema es que nuestro nivel económico no permite hoy por hoy grandes incrementos, y, por otra parte, sería bueno que ese incremento económico se produjera en la medida que mejora la oferta de actividades y servicios. Por tanto, una solución práctica y barata es flexibilizar el cobro de cuotas a las familias, como se hace, con respeto a las leyes actuales vigentes, en muchos lugares. Esto hace que haya una financiación compartida entre la administración pública y la familia, que incentiva la calidad y que no lesiona la igualdad, pues esas actividades son añadidas y voluntarias, y además están sometidas a aprobación por parte del Consejo Escolar.
Falta añadir, como ya se hace en algunas comunidades autónomas, una ayuda para quienes eligen centros totalmente privados, que bien puede ir por medio de una desgravación fiscal por esos gastos en educación por parte de la familia. Es una solución coherente con lo anterior. La enseñanza concertada es más barata para la familia, pero está más sometida a control en su financiación y en su gobierno, y está obligada a estar en el sistema público de escolarización. Quienes eligen una enseñanza no concertada pagan más, pero también tienen derecho a una ayuda, por ejemplo mediante una desgravación fiscal, como las hay para tantas otras cosas.
Hay o ha habido desgravaciones fiscales por planes de pensiones, por inversión en vivienda, por ascendientes a cargo, por discapacidad, por nacimiento o cuidado de hijos, etc. Pienso que si un puesto escolar privado ahorra un puesto escolar público, y está demostrado que además lo hace muchas veces con un coste menor, tiene toda la lógica que ese gasto tenga un buen tratamiento fiscal, pues en conjunto supone un ahorro económico y a la vez aumenta la pluralidad en la educación y la satisfacción de las familias.
Tres redes complementarias Pienso que el día que se logre llegar a un debate sereno sobre este tema, un debate que permanezca ajeno a luchas políticas o ideológicas, ese día se verá con bastante claridad que no tiene demasiado sentido ese enfrentamiento entre la red pública, la red privada concertada y la red privada no concertada. Hay que encontrar un equilibrio en cuanto a los mecanismos de cálculo de las ayudas a cada red, pero partiendo de que todas satisfacen un servicio esencial que se ofrece a los ciudadanos, y que el dinero invertido en una u otra no tiene por qué ir en detrimento de las demás. Todas han de ofrecerse a los ciudadanos en un régimen de libre concurrencia, y han de competir noblemente por atraer alumnos con un marco económico claro y transparente, aceptado por todos.
Creo que no es tan difícil. Ese marco abierto del que hablo mejorará a unos y a otros, pues quizá hoy la enseñanza es todavía un sector demasiado regulado y dependiente de públicos cautivos zonificados. Todo ciudadano responsable debería alegrarse de que la red pública de enseñanza sea cada vez mejor, y uno de los modos de lograrlo es que haya un régimen de mayor igualdad de oportunidades: para las familias, para los profesores y para quienes promueven y dirigen esos centros, sean públicos o privados.
Con ese enfoque, lo ideal es que cualquiera que desee promover un nuevo centro y acredite un número suficiente de familias que lo demandan, tuviera acceso a un concierto educativo. En buena parte, se trata de un planteamiento ya ensayado en algunas comunidades autónomas españolas y por supuesto en el mundo anglosajón.
Me preocupa también que haya demasiados que se inquietan demasiado ante cualquier posibilidad de competencia. No pienso que la competencia sea el único ni el mejor motor de la mejora de la enseñanza, pero sí pienso que algunos de los que tienen tanto temor a la competencia quizá esconden en esos miedos un mal disimulado deseo de que se prohíba cualquier movimiento de pudiera desenmascarar su propia mediocridad.
¿De dónde proviene tanto enconamiento? Quizá porque el debate está contaminado por intereses políticos o ideológicos. La educación es uno de los puntos donde unos y otros buscan su diferenciación frente a sus oponentes, y es precisamente la educación quien sale más perjudicada en esas luchas.
O quizá proviene de esa vieja idea de que la iniciativa privada siempre defiende intereses oscuros y egoístas, mientras que lo público persigue objetivos altruistas y nobles. Un axioma tan falso como pensar que las leyes de mercado lo arreglan todo. La enseñanza no es buena por ser pública ni por ser privada. La igualdad en la enseñanza no es mayor o menor por el mero hecho de acceder a un centro público o privado. La neutralidad no se garantiza por ser público o privado: es más, la neutralidad es casi imposible, y por eso la forma de evitar el adoctrinamiento es que haya un carácter propio del centro bien definido (también en los centros públicos) y que las familias puedan elegir sabiendo a dónde mandan a sus hijos. Los centros públicos también deben ser plurales, como lo debe serlo la oferta deportiva o cultural promovida por la autoridad pública.