«Había devorado todo lo que había podido, como un niño goloso, hasta la náusea. Pero tras la saciedad vienen la decepción y la apatía. Un día empezó a sentir un intenso resentimiento, no hacia mí o hacia el mundo, sino porque se había dado cuenta de que en la vida nadie puede competir con sus deseos y salir impune.» Así describe Sándor Márai en una de sus novelas ese fenómeno que a mi juicio está en la raíz de la mayoría de los problemas de convivencia entre las personas. Nuestro egoísmo, que siempre está presente, minando nuestra naturaleza, reclama de continuo la satisfacción de sus deseos. Y esos deseos interfieren con los deseos de los demás. Si no tenemos en cuenta las diferencias con esos deseos de los demás, si no hay un propósito firme de respeto y de ayuda, la convivencia acaba siendo una pugna entre las pretensiones de unos y de otros. La amistad o el amor pueden hacer coincidir inicialmente esos deseos, pero el paso del tiempo tiende a separarlos, y eso hace difícil la convivencia si no hay esfuerzo por superar el egoísmo.
Como ha escrito Jacques Philippe, lo primero es comprender que en los sufrimientos que nos producen los demás no hay por qué ver sistemáticamente mala voluntad por su parte (tal y como nos inclinamos a hacer habitualmente). Cuando surgen problemas entre dos personas, es frecuente que ambas se apresuren a hacer valoraciones morales la una de la otra, cuando lo que en realidad hay de fondo no son sino malentendidos o dificultades de comunicación.
La mayoría de las personas tenemos un carácter bastante diferente del que tienen las personas con las que tratamos. Tenemos distintas maneras de ver las cosas, distinta sensibilidad, y tampoco coinciden en cada momento nuestro estado de ánimo o nuestro sentido del humor. Unas personas son muy partidarias del orden, y el menor desajuste les agobia, mientras que a otras lo que les asfixia es el ambiente demasiado organizado y previsor. Los amantes del orden suelen sentirse atropellados por quienes van dejándolo todo por cualquier sitio, mientras que a las personas de temperamento contrario les agobia quien exige un orden perfecto. Y enseguida se juzgan las intenciones, porque todos tendemos a ensalzar lo que coincide con nuestros gustos y nuestro modo de ser, y a criticar lo que no nos agrada. Por eso, si no se moderan los propios deseos y se tiene en cuenta que somos diferentes, es fácil acabar convirtiendo la convivencia humana en una lucha entre los defensores del orden y los de la libertad, entre los partidarios de la puntualidad y los de la flexibilidad, los amantes de la calma y los de la agitación, los madrugadores y los trasnochadores, los locuaces y los taciturnos, y así sucesivamente.
Si nos acostumbramos a querer satisfacer demasiado nuestros deseos y a intentar imponerlos sobre los de los demás, el resultado será la frustración, tanto por la insaciabilidad de la espiral de los propios deseos como por los conflictos que se producirán con los deseos de quienes nos rodean. Por eso, si nos sentimos disgustados habitualmente con los demás, debemos buscar la raíz en el disgusto con nosotros mismos. Es una tarea difícil, que nos obliga a relativizar un poco nuestra inteligencia, a saber renunciar a ese «orgullo de tener razón» que tan a menudo nos impide sintonizar con los otros. Se trata de una renuncia que a veces cuesta terriblemente pero que nos ayuda a convivir mejor con todos y a salir de nuestra estrechez de miras para abrimos a los demás. Además, todos sabemos lo dichosos que nos sentimos cuando vencemos el propio egoísmo y servimos a los demás, les proporcionamos alegrías o consuelo.