Sucedió hace ya unos años y lo contaba el propio protagonista del relato. «Estaba caminando por una calle escasamente iluminada una noche, ya un poco tarde, cuando oí unos gritos que provenían de detrás de unos matorrales. Alarmado, aminoré el paso para escuchar mejor, y me asusté al comprobar que eran signos inconfundibles de una lucha en la que, a unos pocos metros de mí, una mujer joven estaba siendo atacada.
»¿Me debía involucrar? Yo estaba bastante asustado pensando en mi propia seguridad y maldije el dilema ante el que encontraba en aquel preciso momento. ¿No debía simplemente correr al teléfono más cercano y llamar a la policía?
»Los gritos, aunque reprimidos, continuaban. Tenía que actuar con rapidez. Finalmente me decidí. No podía dar la espalda a esa pobre mujer, aunque eso significara arriesgar mi propia vida. No soy un hombre valiente, ni soy fuerte ni atlético. No sé de dónde saqué el coraje moral necesario, pero una vez que había decidido, me sentí extrañamente transformado. Corrí hasta dar la vuelta por detrás de los arbustos y me lancé sobre el asaltante. Forcejeamos y caímos al suelo. Luchamos durante algo menos de un minuto, hasta que el atacante me apartó de un golpe, se puso en pie y escapó. Jadeando fuertemente, me levanté y me acerqué un poco hacia la chica, que estaba en cuclillas detrás de un árbol, llorando.
»En la oscuridad, apenas podía ver su silueta, temblando y en pleno shock nervioso. No quería asustarla más, así que hablé a cierta distancia: “No te preocupes, ya se ha ido, estás a salvo”, dije en tono tranquilizador. Hubo una pausa, y después oí: “¿Papá, eres tú?”. Y entonces, desde detrás del árbol, salió mi hija Katherine.»
Hay personas que por naturaleza son más valientes, y otras menos. Algunos se piensan mucho las cosas antes de intervenir, y otros son más resueltos y decididos. Unos prefieren las actuaciones más rotundas y contundentes, y otros las más negociadas o graduales. Unos dicen las cosas más de golpe, y otros poco a poco. Pero a todos se nos presentan cada día pequeñas o grandes ocasiones de ejercer la virtud de la valentía.
La mayoría de las veces, lo más cómodo suele ser dejar pasar las cosas, mirar hacia otro lado y justificarse con las circunstancias, o con los errores de los demás, para no hacer lo que, aunque nos cueste reconocerlo, nos da miedo. Nos da miedo cargar con las consecuencias de ser valiente, o nos imponen las personas, o nos paraliza la pereza, o el temor al esfuerzo o al posible conflicto. Nos engañamos convenciéndonos a nosotros mismos de que es mejor un aplazamiento, o buscar otra salida. Y quizá hemos visto muy claro antes lo que debíamos hacer, pero, cuando llega el momento de ejecutarlo, tenemos que reconocer que, sencillamente, no nos atrevemos.
Es verdad que a veces lo más prudente y sensato es no actuar, o al menos moderar lo que traíamos pensado hacer. Pero muchas otras veces, lo que nos frena es la simple cobardía, y la mejor forma de vencerla es ejercitarnos en superar pequeños retos diarios de valentía personal. Porque la clave no está en el miedo, sino en cómo reaccionamos ante ese miedo. Y lo que distingue a un cobarde de un valiente, no es el miedo, sino su capacidad de superarlo.
El miedo siempre nubla un poco la serenidad y la claridad de juicio, pero la resistencia ante ese embate es lo que demuestra la madurez y honestidad personal. No tiene nada de extraño que a veces flaqueen nuestras fuerzas, o que nos sintamos inseguros frente lo que exigiría por nuestra parte más valor. Quizá nos asusta dar la cara con lealtad por una persona ausente, o por unas ideas que no están muy en boga en determinado ambiente. O tenemos miedo a quedar mal si respetamos la verdad, o si asumimos determinada responsabilidad a la que nos sentimos obligados. O nos cuesta actuar con la suficiente firmeza, aunque suponga un conflicto, cuando sabemos que eludirlo es peor. O no nos decidimos a sacar determinado tema de conversación, o a intervenir en público, cuando debemos hacerlo.
En todo caso, nuestra rectitud personal exige superar esos miedos. Es cierto que el miedo y la inseguridad forman parte de la condición humana, y que cada día comprobamos que tenemos un dominio muy incompleto sobre nuestros propios sentimientos. Pero no podemos permitir que el miedo nos paralice o nos engañe, y eso aunque se estremezca el cuerpo o nos tiemble la voz. Aprender a no dejarse esclavizar por esas inquietudes es parte importante del aprendizaje de la vida de una persona de bien.