El 18 de marzo de 2015, casi veinte años después de haberse cometido los crímenes, el Gobierno de Serbia ordenó la detención de ocho ciudadanos suyos por haber participado en la matanza de Srebrenica el 11 de julio de 1995. Estos ocho ex-miembros de la temida Policía especial serbobosnia estaban acusados de haber participado directamente en la ejecución sumaria de unos mil varones bosnios musulmanes, de los ocho mil que murieron durante los tres días de exterminio ordenados por el general serbio Ratko Mladic.
Ratko Mladic y Radovan Karadzic ya habían sido detenidos unos años antes, por orden del Tribunal Internacional de La Haya y en cumplimiento de leyes internacionales. Pero estas detenciones de 2015 eran por iniciativa del gobierno serbio, y una muestra de su decisión de perseguir de oficio los crímenes cometidos en su nombre, lo cual es bastante diferente, pues mejor es la justicia buscada que la impuesta. Reconocer los crímenes cometidos por el bando propio en una guerra, o en cualquier conflicto en el pasado, muestra que hay voluntad de mejora y de enmienda en una sociedad. Así se protege la reconciliación, purificándola de los intentos de capitalizar el dolor del pasado a favor de los propios intereses del presente.
Algo similar sucedió en Alemania cuando, también veinte años después de los juicios de Nuremberg, se iniciaron los procesos contra sus propios criminales y se avanzó tanto en ese camino sanador que acompaña a la verbalización de las verdades y la condena de los errores. Asumir la realidad de los hechos cometidos por los propios es un compromiso indeclinable para impedir que aquello se repita.
Quizá, si nos fijamos en nuestro entorno más próximo, nos encontramos con que no es demasiado frecuente esa actitud de autocrítica y objetividad al hablar de los errores de nuestra historia reciente o menos reciente. Quizá nos cuesta bastante reconocer y condenar las culpas cometidas por quienes están en el lado que a cada uno resulta más próximo, y quizá por eso la reconciliación siempre está tan expuesta a la manipulación y la desmemoria. La mirada limpia hacia el pasado intenta buscar esa verdad, venga de donde venga, vaya a favor de nuestras simpatías o intereses, o vaya frontalmente en contra. Solo esa neutralidad, esa apuesta por los resultados de un análisis desapasionado y libre de prejuicios nos alejará de esa patética agitación del victimismo con que algunos parecen estar siempre buscando motivos para la revancha.
No se trata de hacer autocrítica patológica, como esos que parecen empeñados en escarbar en lo menos presentable de su historia, que en el fondo no sienten suya. Ni me refiero tampoco a hacer el juego a los que se dedican a imponer autoinculpaciones a los demás. Ni a los que exigen abominar del propio pasado y de las propias raíces como prueba única y obligada de honestidad. No se trata de dar gusto a los exigidores de autocrítica forzada, sino de volver cada uno la mirada atrás con valentía, con la máxima objetividad, con el deseo limpio de reconocer la verdad, la que nos gusta y la que no, la que confirma nuestras hipótesis y la que las cuestiona, la verdad que tranquiliza y la que inquieta. La verdad, de donde venga, asumida con toda libertad.