La llamada divina, un gran don de Dios
La vocación es un don divino completamente inmerecido para cualquier persona; y para los padres, que Dios llame a sus hijos supone una muestra de un especial afecto por parte de Dios. Cuando Dios llama a un hijo para que se entregue plenamente a su servicio (en cualquiera de sus formas: en el sacerdocio, en la vida religiosa, en la entrega plena en medio del mundo, etc.), deben agradecerlo a Dios como un verdadero privilegio.
Los padres deben acoger y respetar con alegría y acción de gracias el llamamiento del Señor a uno de sus hijos (Catecismo Iglesia Católica, n. 2233).
Los padres cristianos que han entendido la vocación misionera de la Iglesia se esfuerzan por crear en sus hogares un clima en el que pueda germinar la llamada a una entrega total a Dios.
La familia debe formar a los hijos para la vida, de manera que cada uno cumpla con plenitud su cometido, de acuerdo con la vocación recibida de Dios. Efectivamente, la familia que está abierta a los valores trascendentes, que sirve a los hermanos con alegría, que cumple con generosa fidelidad sus obligaciones y es consciente de su participación en el misterio de la Cruz gloriosa de Cristo, se convierte en el primero y mejor semillero de vocaciones a la vida consagrada al Reino de Dios (Juan Pablo II, Familiaris Consortio, n. 53).
Los padres deben respetar y favorecer esa llamada, como señala el Catecismo de la Iglesia Católica:
A la par que el hijo crece hacia una madurez y autonomía humanas y espirituales, la vocación singular que viene de Dios se afirma con más claridad y fuerza. Los padres deben respetar esta llamada y favorecer la respuesta de sus hijos para seguirla. Es preciso convencerse de que la vocación primera del cristiano es seguir a Jesús (cfr. Mt 16, 25). (Catecismo Iglesia Católica, n. 2232)
Tantas veces la vocación de un hijo o una hija es el fruto de la entrega sin condiciones de sus padres. Así oraba San Agustín hablando sobre su madre, Santa Mónica:
Tu mano, Dios mío, en el secreto de tu providencia, no abandonaba mi alma. Día y noche, mi madre te ofrecía en sacrificio por mí la sangre de su corazón y las lágrimas de sus ojos (San Agustín, Confesiones, V, 10-13).
El Espíritu Santo suscita vocaciones para la Iglesia habitualmente en el seno de las familias cristianas. Se sirve de la ilusión de esos padres cristianos, que aspiran a salvar miles de almas gracias al apostolado de sus hijos, muchas veces en lugares donde ellos habían soñado llegar. Será un motivo particular de gozo para esos padres ver cómo la nueva evangelización que necesita el mundo es fruto de su respuesta generosa.
Gracias a esa respuesta generosa —de los padres y de los hijos— se hace realidad la nueva evangelización: la Iglesia está presente en nuevos países, se revitaliza la vida cristiana en muchos ambientes, y se aprecian signos esperanzadores, como el florecimiento de los seminarios, etc.
Muchos padres de familia se quejan de tantos males como aquejan al mundo: de la falta de recursos morales en la sociedad; de la falta de personas que puedan regenerar determinados ambientes; de la falta de ideales grandes en la vida de tantos chicos jóvenes; etc. La solución a esas faltas está, en gran medida, en la mano de los padres cristianos con verdadero afán misionero y apostólico, que se esfuerzan por dar a sus hijos una verdadera educación cristiana; por sembrar en su alma ideales de santidad; por ensanchar su corazón con las obras de misericordia, creando en torno a sí un ambiente de sobriedad y de trabajo.
Dios tiene sus tiempos, que no siempre coinciden con los nuestros. Y hay ideales que si no prenden en la primera juventud, se pierden. Es algo que sucede en el noviazgo, en la entrega a Dios y en muchos otros ámbitos. Es en la juventud cuando surgen los grandes ideales de entrega, los deseos de ayudar a otros con la propia vida, de mejorar el mundo, de cambiarlo. Por eso, cuando una persona joven se plantea grandes ideales de santidad y de apostolado, las familias cristianas lo reciben con un orgullo santo.
Dios concede a los padres tantas veces una gracia pedida durante años en su oración. Esa decisión es un acto de libertad que germina en el seno de una educación cristiana. La familia cristiana se convierte así, gracias a la respuesta generosa de los padres, en una verdadera Iglesia doméstica, donde el Espíritu Santo suscita todo tipo de carismas y santifica así a toda la Iglesia.
Dios llama por caminos muy diversos. A muchos jóvenes les pide que se entreguen plenamente en el ejercicio de su profesión, célibes, para cumplir la misión divina de hacer llegar a todo el mundo la llamada universal a la santidad, mediante la santificación de su trabajo y de sus circunstancias ordinarias.
Queridos jóvenes, quisiera deciros a cada uno: si tal llamada llega a tu corazón, no la acalles (…) Hay —lo sabéis bien— una gran necesidad de vocaciones (…) de laicos comprometidos que sigan más de cerca de Jesús (…) La Iglesia se dirige a vosotros, jóvenes, y si el fruto de esta oración de la Iglesia llega a nacer en lo íntimo de vuestro corazón, escuchad al Maestro que os dice: Sígueme. No tengáis miedo y dadle, si os lo pide, vuestro corazón y vuestra vida entera (Juan Pablo II, Cochabamba, Bolivia, 11.V.1988).
Seguir la propia llamada de Dios, clave de la felicidad
Cuando se conoce la llamada de Dios, se conoce mucho más profundamente el sentido de la propia existencia. Con la llamada, se descubren los planes que Dios tiene para cada uno: para los hijos y para los padres. La felicidad, de los padres y de los hijos, depende del cumplimiento de los planes de Dios, que nunca encadenan, sino que potencian a la persona, la desarrollan, la dignifican, ensanchan su libertad, la hacen feliz.
Para ser feliz, la clave es saber qué quiere Dios de mí, cuál es mi misión en la tierra. Bien lo entendía la madre de uno que por motivos apostólicos marchó a otro país:
Nunca se me olvidará lo que me comentó mi madre cuando me vine: Mira hijo mío, me gustaría mucho que te quedaras a mi lado, aquí, conmigo; pero mi felicidad es tu felicidad; y si tú eres feliz yéndote a Guatemala, yo soy feliz así. Esa idea me la repitió siempre, cada vez que iba a México, o hablábamos por teléfono: Víctor, me gustaría mucho tenerte a mi lado, pero te veo tan contento ahí, que mi felicidad es ésa: verte tan feliz. Ese es el deber de las madres cristianas –me decía–: no buscar sus propios deseos, sus propias ilusiones, sino la felicidad de sus hijos. (cfr. Antonio Rodríguez Pedrazuela, Un mar sin orillas, p. 154-155).
Dios no se deja ganar en generosidad. Premia a los que le siguen —de nuevo, tanto a los padres como a los hijos— con el ciento por uno en esta vida y, después, con la vida eterna. Sólo en el Cielo podrán ver los padres los frutos que, a través de sus hijos, producirán en tantas almas a lo largo de los siglos su oración y su siembra generosa.
El papel de los padres
Es natural que los hijos sean un tema constante en la oración de los padres. Desde la primitiva cristiandad, los padres sueñan con que sus hijos respondan generosamente al querer de Dios.
Aunque los padres cristianos deseen que no haya nada en su hogar que separe a sus hijos de Dios, no siempre lo logran plenamente, porque sus hijos, además de ser hijos de sus padres, son también hijos de su tiempo, de su formación escolar, de su ambiente cultural, de su entorno de amistades, etc.; y sobre todo, son hijos de su propia libertad.
Hay estilos de vida que facilitan el encuentro de los hijos con Dios, y otros que lo dificultan. Es lógico que los padres cristianos procuren que sus hijos tengan una educación cristiana, y pongan los medios para que su familia sea una escuela de virtudes donde sus hijos puedan tomar cada uno sus propias decisiones con madurez humana y espiritual, de forma adecuada a su edad. Por esa razón, Josemaría Escrivá decía que el noventa por ciento de la vocación de los hijos se debe a los padres, porque una respuesta generosa germina habitualmente sólo en un ambiente de libertad y de virtud.
Algunos padres se encuentran hoy con que sus hijos retrasan durante años determinadas decisiones (por ejemplo, casarse y formar una familia, abrirse camino en lo profesional, etc.). Otros padres se lamentan de que sus hijos ya mayores se resisten a dejar el hogar paterno porque encuentran allí todas las comodidades sin apenas responsabilidad. Una buena formación cristiana se orienta hacia la decisión y el compromiso, y logra que los hijos sean capaces de administrar rectamente su libertad y asumir pronto responsabilidades y compromisos que suponen esfuerzo. Eso es siempre una muestra de madurez.
Los padres desean ideales altos para sus hijos: en lo profesional, en lo cultural, etc. Se comprende que los padres cristianos deseen, además, que sus hijos aspiren a la santidad y no se queden en la mediocridad espiritual. En ese sentido, desean que sus hijos respondan plenamente a lo que Dios espera de ellos. Recordaba Juan Pablo II:
Estad abiertos a las vocaciones que surjan entre vosotros. Orad para que, como señal de su amor especial, el Señor se digne llamar a uno o más miembros de vuestras familias a servirle. Vivid vuestra fe con una alegría y un fervor que sean capaces de alentar dichas vocaciones. Sed generosos cuando vuestro hijo o vuestra hija, vuestro hermano o vuestra hermana decida seguir a Cristo por este camino especial. Dejad que su vocación vaya creciendo y fortaleciéndose. Prestad todo vuestro apoyo a una elección hecha con libertad (Juan Pablo II, Nagasaki, Japón, 25.II.1981).
La elección de Dios constituye un motivo de un orgullo santo no sólo para los padres: es también un motivo de alegría para los abuelos, hermanos, tíos, etc., y también para esos matrimonios a los que Dios no concede hijos pero son verdaderos padres espirituales de tantas almas entregadas a Dios.
Ante la entrega total a Dios de un hijo, la reacción lógica de quien se ha propuesto hacer de su matrimonio un camino de santidad, es agradecer ese don a Dios. Cuando los padres han creado un verdadero ambiente de libertad cristiana, es natural que Dios les bendiga en sus hijos. Los padres tienen sus propios planes, sus proyectos para cada hijo. Pero lo que importa es que ese sueño coincida con lo que Dios quiere para cada hijo. El gran proyecto es que sean santos y se ganen la felicidad eterna del Cielo. No hay proyecto más maravilloso que el que Dios tiene previsto para cada alma.
Los primeros barruntos de la entrega a Dios suelen producirse en la infancia. Esos barruntos dicen mucho del ambiente cristiano de una familia. Luego, en la adolescencia y en la juventud, es cuando suelen tomarse habitualmente las decisiones que determinan una vida (elección de estudios, noviazgo, entrega a Dios, etc.). Con su oración y su cariño, los padres cristianos deben secundar la entrega generosa de sus hijos. A veces, esa entrega supondrá la entrega de los planes y proyectos personales que los padres habían hecho. No es un simple imprevisto: es parte de su vocación de padres. En ese sentido, podría decirse que toda vocación es doble: el hijo que se da y los padres que lo dan; y a veces es mayor mérito de los padres que han sido llamados por Dios para dar lo que más quieren, para entregarlo con alegría.
Los padres cristianos siguen, al actuar así, el ejemplo de la Virgen y San José. Comentaba Juan Pablo II con este motivo la escena del Niño perdido y hallado en el Templo:
Jesús a los doce años ya da a conocer que ha venido a cumplir la divina Voluntad. María y José le habían buscado con angustia, y en aquel momento no comprendieron la respuesta que Jesús les dio (…). ¡Qué dolor tan profundo en el corazón de los padres! ¡Cuántas madres conocen dolores semejantes! A veces porque no se entiende que un hijo joven siga la llamada de Dios (…); una llamada que los mismos padres, con su generosidad y espíritu de sacrificio, seguramente contribuyeron a suscitar. Ese dolor, ofrecido a Dios por medio de María, será después fuente de un gozo incomparable para los padres y para los hijos (Juan Pablo II, La Paz, Bolivia, 10.V.1988).
Es ley de vida que los hijos tiendan a organizar su vida por su cuenta. A algunos padres les gustaría tener a los hijos siempre a su lado, hasta que comprenden que esto no es posible. Muchos, buscando su bien, les proporcionan una formación académica que les exige un distanciamiento físico (facilitándoles que estudien en otra ciudad, o que vayan al extranjero para que aprendan un idioma, por ejemplo). En otras ocasiones, son los hijos los que se separan físicamente de sus padres por razones académicas, de trabajo, amistad, noviazgo, etc. Y cuando Dios bendice un hogar con la vocación de un hijo, a veces también les pide a los padres una cierta separación física.
Sería ingenuo pensar que si esos hijos no se hubieran entregado a Dios estarían todo el día junto a sus padres. Además, bien sabemos que la mayoría de los chicos de esas edades buscan de modo natural un alto nivel de independencia. Por eso no deben confundirse las exigencias de la entrega con el natural distanciamiento de los padres que suele traer consigo el desarrollo adolescente.
Con frecuencia la entrega a Dios (y no sólo en el sacerdocio o la vida religiosa) supone en determinado momento dejar el hogar paterno. Es natural que a los padres les cueste ese paso, y sería extraño que esa separación no costara, y a veces mucho. También aquí se manifiesta el verdadero espíritu cristiano de una familia. En esos momentos, los padres no deben olvidar que también a los hijos les cuesta esa separación; y que puede resultarles tanto o más dolorosa que a ellos. Sin darles excesivas facilidades, no harían bien en ponérselo difícil. Santa Teresa ofrece en esto el testimonio de su propia vida:
Cuando salí de casa de mi padre, no creo será más el sentimiento cuando me muera; porque me parece cada hueso se me apartaba por sí; que, como no había amor de Dios que quitase el amor del padre y parientes, era todo haciéndome una fuerza tan grande, que si el Señor no me ayudara, no bastaran mis consideraciones para ir adelante. Aquí me dio ánimo contra mí, de manera que lo puse por obra (Santa Teresa de Ávila, Libro de la Vida, cap. 4, 1).
¿Y no es demasiado joven? ¿Sabe bien lo que hace?
Es natural que los padres tiendan a pensar que sus hijos, tengan la edad que tengan, son demasiado jóvenes para tomar determinadas decisiones. Y que les parezca siempre que es demasiado pronto. Lo confirman los comentarios habituales de los padres cuando sus hijos se casan a edades normales: ¡son tan jóvenes!
Dios llama a las almas en diversas etapas de la vida: en la niñez, en la adolescencia, en la juventud…
A veces llama en la niñez:
Dios llama a cada hombre y su voz se deja sentir ya en el alma del niño (Juan Pablo II, Carta a los niños, XII.1994).
El Cardenal Antonio María Rouco contaba cómo Dios le llamó a los siete años:
—Se dice, Don Antonio, que para que una persona se plantee una vocación tiene que ser ya madura, que sepa lo que hace…, y se mira con un cierto recelo que un chico joven o que un niño se pueda plantear la vocación.
En ese sentido a un niño, a un adolescente que se está pensando la vocación, ¿qué le podría usted decir?
—Pues que yo… ¡me planteé la vocación con siete años! Y no estoy exagerando nada. Yo a los siete años tenía unas ganas de ser cura… ¡locas! (…).
A partir de ese dato de mi experiencia veo que, primero, uno nace ya con vocación. Es decir, uno nace por vocación. Esa vocación te acompaña toda la vida y se manifiesta en las condiciones y en las circunstancias propias de la evolución del chico, a través de las distintas edades.
Un niño es capaz de responder a una vocación: como niño. Y esa respuesta la tendrá que traducir a una respuesta adolescente y a una respuesta madura cuando llegue el momento. Pero eso no quiere decir que no haya tenido vocación o que no haya podido responder a su manera. Yo creo que hay que respetar mucho esas vocaciones y esas respuestas: por amor al Evangelio y por exigencias del Evangelio. La Iglesia lo ha entendido siempre así y las ha cuidado mucho. Lo demás es una concepción demasiado…, digamos, prepotente: ¡la madurez personal!
¿Cuándo está uno maduro? Pues no lo sé. Naturalmente, se requiere un desarrollo biológico previo. Pero, ¿la madurez espiritual? ¿La madurez delante de Dios? ¿La capacidad de entrega? La puede tener un niño de una forma mucho más limpia, noble y total que una persona mayor ¿eh? (Entrevista a D. Antonio Mª Rouco, Cardenal Arzobispo de Madrid, entrevista en Ecclesia, II.1996).
Otras, en la adolescencia:
En la vida de cada fiel laico hay momentos particularmente significativos y decisivos para discernir la llamada de Dios y para acoger la misión que Él confía. Entre ellos están los momentos de la adolescencia (Juan Pablo II, Christifideles laici, n. 58).
Habitualmente, en la juventud:
Santo Tomás de Aquino (…) explica la predilección de Jesús hacia el apóstol Juan ‘por su tierna edad’, y saca de ahí la siguiente conclusión: esto nos da a entender cómo ama Dios de modo especial a aquellos que se entregan a su servicio desde la primera juventud (Juan Pablo II, Pastores dabo vobis, n. 63).
¡Cristo tiene necesidad de vosotros, jóvenes! Responded a su llamada con el valor y el entusiasmo característico de vuestra edad (Juan Pablo II, Alocución 27.XI.1988).
Cuando Dios llama a esas edades, los padres deben actuar con mucho sentido común y también con sentido sobrenatural. No pueden pensar por principio que cuando una persona joven toma una decisión de entrega a Dios lo hace por desconocimiento de la realidad o ignorancia del mundo.
El discernimiento de la llamada no es cuestión solo de experiencia humana o de conocimiento de otras realidades del mundo, sino también y sobre todo de madurez en el trato con Dios. Además, en la actualidad, para bien o para mal, lo habitual es que cualquier persona joven haya conocido ya, y no siempre positivamente, bastante de ese mundo al que se refieren esos padres. Los jóvenes deben afrontar hoy toda una serie de difíciles dilemas morales con los que la anterior generación no se enfrentó.
Lo importante es decir a Dios que sí cuando pasa a nuestro lado, como hizo el apóstol San Juan, que era muy joven, un adolescente. Dios llama habitualmente en la juventud, aunque puede llamar en cualquier edad. Dios llama como y cuando quiere. El cristiano no puede imponer a Dios su propio calendario. El mismo Señor habla en el Evangelio de las distintas llamadas a distintas horas del día, cada cual en el momento previsto desde la eternidad. Si fuera un simple “apuntarse” a una realidad humana (como sucede a la hora de elegir un club deportivo o una carrera universitaria, por ejemplo), sería natural estudiar las distintas posibilidades de elección, y programar los tiempos oportunos. Pero sólo Dios decide el momento de luz y de gracia.
No debe existir ningún temor en proponer directamente a una persona joven o menos joven la llamada del Señor. Es un acto de estima y confianza. Puede ser un momento de luz y de gracia (Juan Pablo II, Alocución 13.V.1983).
En unos casos, Dios llama a persona con una larga experiencia humana; en otros no. Por ejemplo, no hace falta que un chico haya salido con varias chicas para poder decidirse de modo maduro por Dios; igual que no hace falta haber tenido muchas novias para encontrar la mujer con que uno debe casarse.
Hay que discernir en cada caso concreto, sin presuponer por principio que el deseo de entrega de un hijo es un ímpetu juvenil, pasajero y superficial. Normalmente es tan fuerte la presión que reciben en contra de la entrega, que una persona joven sabe bien que entregarse le supondrá mucha renuncia y mucho sacrificio. Por tanto, cuando un hijo está decidido a entregarse a Dios, más bien habría que presuponer por principio que es reflejo de una actitud generosa, madura, y no de un arranque infantil.
Los padres deben ayudar a los hijos a decidir con libertad. Las decisiones que determinan el rumbo de una vida, ha de tomarlas cada uno personalmente, con libertad, sin coacción ni presiones de ningún tipo.
Los padres pueden y deben prestar a sus hijos una ayuda preciosa, descubriéndoles nuevos horizontes, comunicándoles su experiencia, haciéndoles reflexionar para que no se dejen arrastrar por estados emocionales pasajeros, ofreciéndoles una valoración realista de las cosas. (…) Pero el consejo no quita la libertad, sino que da elementos de juicio, y esto amplía las posibilidades de elección, y hace que la decisión no esté determinada por factores irracionales. Después de oír los pareceres de otros y de ponderar todo bien, llega un momento en el que hay que escoger: y entonces nadie tiene derecho a violentar la libertad. Los padres han de guardarse de la tentación de querer proyectarse indebidamente en sus hijos —de construirlos según sus propias preferencias—, han de respetar las inclinaciones y las aptitudes que Dios da a cada uno. Si hay verdadero amor, esto resulta de ordinario sencillo. Incluso en el caso extremo, cuando el hijo toma una decisión que los padres tienen buenos motivos para juzgar errada, e incluso para preverla como origen de infelicidad, la solución no está en la violencia, sino en comprender y —más de una vez— en saber permanecer a su lado para ayudarle a superar las dificultades y, si fuera necesario, a sacar todo el bien posible de aquel mal. (…) Los padres que aman de verdad, que buscan sinceramente el bien de sus hijos, después de los consejos y de las consideraciones oportunas, han de retirarse con delicadeza para que nada perjudique el gran bien de la libertad, que hace al hombre capaz de amar y de servir a Dios (Josemaría Escrivá, Conversaciones, n. 104).
¿Y si luego no sigue adelante?
Todas las instituciones de la Iglesia suelen tener unos plazos para comprobar la madurez y la idoneidad de las personas que manifiestan una posible vocación. Así se les ayuda a crecer en la libertad de su decisión, para que su entrega sea siempre consecuencia de un querer seguro, consciente y responsable.
Aunque la vocación no es algo temporal, los candidatos son conscientes de que durante esa primera etapa están en un periodo de discernimiento de su vocación. Como es natural, han manifestado su libre convencimiento de que Dios les llama, y de que desean seguir esa llamada y entregarse a Dios para toda su vida, pero esto es compatible, como es lógico, con el hecho de que un tiempo después uno pueda comprobar que no es su camino específico, y por tanto no deba seguir. Son vueltas y revueltas que Dios permite dentro del camino de cada persona.
Si alguno después no sigue, porque no era su camino, no debe considerarlo un fracaso, ni un tiempo perdido, sino más bien lo contrario: durante ese tiempo ha sido generoso, ha avanzado en su trato con Dios, ha recibido formación y ha luchado por vivir unas virtudes. Esto sin duda le habrá ayudado y le ayudará durante toda su vida.
Por tanto, no debe verse con inquietud la posible vocación de un hijo simplemente porque no hay seguridad absoluta de que sea su camino, o ante la incertidumbre de que pueda no ser fiel a su vocación. Esa incertidumbre se da en todas las elecciones de la vida: desde el matrimonio a la vida profesional. Hay unos plazos para el discernimiento de la vocación, como existe el noviazgo antes del matrimonio. El temor al riesgo que entraña toda vocación es comprensible, pero ese riesgo existe siempre en casi todas las decisiones importantes de la vida.
Por otra parte, no sería razonable culpar a la vocación de toda la rebeldía, del desaliento o de la alteración del ánimo que a veces son propias de la adolescencia, como tampoco lo sería considerarlos como síntomas claros de falta de vocación. La Iglesia espera de los padres cristianos comprensión y acompañamiento en el camino vocacional de sus hijos.
La Iglesia, maestra en humanidad, conoce y comprende las dudas e inquietudes que a veces sufren los padres cristianos: hay avances y retrocesos, vueltas y revueltas. Lo que les pide es que estén siempre al lado de sus hijos, comprendiendo y alentando.
La misión de los padres, antes y después de que los hijos perciban la llamada de Dios, es de gran importancia. Cuando un hijo se entrega a Dios, los padres tienen por delante una tarea que no acaba nunca. No deben desentenderse de su educación, pensando que otros ya se ocupan, sino que tienen la responsabilidad de ayudarle, especialmente cuando es aún joven. Tienen ante ellos algo sobrenatural, misterioso y frágil. Deben acoger con una estima grande esa actitud generosa de su hijo, y apoyarle con su oración y su cariño, esté cerca o lejos.
Alfonso Aguiló