Platón, para pensar y para explicarse mejor, imaginaba personajes cuyas ideas eran opuestas a las suyas, tanto para plantear réplicas a sus afirmaciones como para exigir que las expusiera de otra manera y así las mejorara. Aristóteles mantiene en gran parte ese sistema, aunque de forma un poco menos teatral, y señala primero los obstáculos a sus afirmaciones –suele decir: “hay aquí una dificultad…”–, y luego sortea o rebate pacientemente esas objeciones. Tomás de Aquino, en cada artículo de la Summa, emplea la famosa fórmula del “sed contra est”: busca primero lo que le resulta contrario, lo que se opone a la tesis que sostiene, y luego, después de haber expuesto la solución según el orden de las razones, vuelve a las objeciones que se había hecho, y las contesta. También Descartes intercambia argumentos para responder a las objeciones que le lanzan.
En todos los casos, se advierte un loable espíritu de receptividad hacia las razones de los demás. Y ese modo de alojar en la propia casa al adversario, y de darle ocasión a que nos contradiga, ha sido siempre una prueba de valentía y de coherencia de los grandes hombres. El pensamiento que ha pasado a través de la contradicción es un pensamiento más maduro y contrastado. Por eso me preocupan tanto esas personas que parecen estar tan poco dispuestas a considerar las razones de los demás.
Entre otras cosas, porque quienes no admiten las razones de otros, casi nunca se sienten culpables de nada, y eso es demoledor para cualquiera. Suelen ser personas que casi siempre se consideran víctimas. La culpabilidad es algo que sólo aplican al otro. Así es su mente y, pase lo que pase, al final recalan en ese vicio de origen. Y llega un momento en que ya no es cuestión de mala o buena voluntad, sino una simple cuestión de ignorancia, de mucho tiempo de no escuchar las razones ajenas, de demasiados años de vivirlo todo siempre desde la óptica enrarecida del egoísmo.
Podría decirse que ese modo de ser depende mucho de la educación que cada uno ha recibido, y es verdad, pero también es cierto que nuestro carácter lo hacemos cada uno. Una prueba de ello es que todos conocemos personas que han vivido en el mismo ambiente, incluso en la misma familia, han sido bombardeados por los mismos medios de comunicación, e influidos por las mismas rutinas y costumbres del lugar donde viven, y, sin embargo, son personas muy distintas. Muchos logran no caer en la trampa de eludir siempre las razones y puntos de vista de los demás, esa trampa sutil que siempre se nos ofrece, tentadora. ¿Por qué? Sencillamente porque no han querido cegarse, porque han ido descubriendo la verdad a fuerza de no pensar siempre en sí mismos.
Y ese esfuerzo se ve premiado en que son personas observadoras, a las que interesa un amplio abanico de cuestiones, tienen sentido del humor, sobre todo para reírse un poco de sí mismos, no a costa de los demás. No sienten necesidad de alardear de sus éxitos o sus cualidades. En su forma de hablar son francos, sencillos y asequibles. A la hora de juzgar tienden con más facilidad a sobrevalorar a los demás que a sobrevalorarse a sí mismos. También tienen más sentido de la medida, y no abordan los problemas en clave de todo o nada, ni dividen las cosas entre blanco y negro, ni el mundo entre buenos y malos. Procuran discernir el fondo de las cuestiones, sin dejarse llevar por impresiones precipitadas o conveniencias personales. Reciben con mesura los elogios y agradecimientos, sin envanecerse, y también las culpas por sus errores, que no les llevan a hundirse sino a sacar experiencia y rectificar.