Cerca de Naucratis, en Egipto –cuenta uno de los Diálogos de Platón–, hubo un Dios que se llamaba Teut. Se dice que inventó los números, el cálculo, la geometría, la astronomía, el ajedrez… y también la escritura. El rey Tamus habitaba en Tebas, la gran ciudad del alto Egipto. Teut se presentó al rey y le habló de lo que había inventado, y de lo conveniente que era extenderlo entre los egipcios. El rey le preguntaba por la utilidad de cada invención, y la aprobaba o desaprobaba, dando sus razones en cada caso.
Cuando llegaron a la escritura, Teut explicó: “esta invención hará a los egipcios más sabios; es un gran remedio contra la dificultad de retener en la memoria”. El rey admitió lo ingenioso del invento, pero puso una objeción: “la escritura no producirá en quienes la conozcan sino el olvido, haciéndoles menospreciar la memoria; y fiados en el auxilio de lo escrito, abandonarán el esmero en conservar los recuerdos”. “Y cuando vean que pueden aprender muchas cosas sin maestros, se tendrán ya por sabios, y en su mayor parte no serán más que ignorantes, y falsos sabios insoportables en el manejo de la vida.”
Nadie dudaba entonces, ni ahora, de que la invención de la escritura fue un enorme avance. Y algo parecido podemos decir hoy respecto a la llegada de la tecnología, que tanto ha cambiado nuestro modo de vivir. Hay mil consecuencias positivas, que todos conocemos, pero sabemos también que hay otras que quizá no lo son tanto. Platón tenía miedo de que el fácil acceso a la lectura disminuyera el interés por tratar en directo con los maestros, con la gente sabia. Y quizá hoy tendría miedo, por ejemplo, de que el fácil acceso a la tecnología disminuya el interés por acercarnos con profundidad a una lectura meditada y sabia.
Cada vez leemos más en internet, con la consiguiente dispersión de temas que atraen nuestro interés. Se ha estudiado bastante cómo los efectos de la tecnología alteran poco a poco los patrones de percepción. Los circuitos cerebrales se adaptan al uso que le damos, y se desarrollan de manera diferente cuando la atención es constantemente reclamada por los saltos que permiten los enlaces, que refuerzan ese tipo de conducta que se hace natural, y con la que perdemos capacidad de una lectura profunda, a la que apenas nos dedicamos. Leemos a saltos, vemos titulares, fotos, vídeos, leemos en diagonal, abrimos innumerables ventanas que casi nunca terminamos. En vez de leer, escaneamos visualmente la pantalla buscando retazos de información relevante. Tendemos a pasar de una cosa a otra sin volver atrás, sin recuperar el hilo con el que veníamos. Y apenas ponemos esfuerzo para recordar, porque lo podemos volver a buscar fácilmente.
Es verdad que ese tipo de lectura, aunque más errática y superficial, permite la interconexión entre campos que antes estaban aislados. Y permite construir puentes imprevistos. Y nos hace interesarnos por cuestiones que antes no conocíamos. Y empuja nuestra cultura hacia cotas antes inaccesibles. Pero quizá también nos resta capacidad de interpretar los textos y de profundizar en ellos. Y si eso sucede, quizá accedemos a más información pero a menos conocimiento.
En tiempos de Gutenberg muchos temían que la imprenta impulsara la difusión de errores y mentiras. Y sin duda se difundieron en abundancia. Pero también se democratizó el conocimiento y la posibilidad de acceder a él como nunca antes había ocurrido. Lo nuevo, por definición, tiene consecuencias difíciles de prever. Y la solución no es ponerse a la defensiva, sino aprender a observar y analizar los efectos de esas novedades.
Tamus advertía a Teut sobre la soberbia de creerse ya sabios y por eso no acudir a la gente sabia. Quizá hoy nos advertiría sobre la soberbia de creer que sabemos mucho cuando quizá hemos leído demasiado en diagonal. El saber no depende demasiado del volumen o la diversidad de lo que hemos consultado. Es ciertamente muy positivo contrastar fuentes diversas, y atender a aproximaciones diferentes sobre un determinado asunto, pero no basta con eso, también necesitamos ejercitarnos en la reflexión, en una lectura más reposada, en una conversación profunda, en el esfuerzo por extraer una opinión más propia, un pensamiento más elaborado y mejor fundado.
Alfonso Aguiló, índice artículos “El carácter”