«En lo íntimo de su corazón, se siente poca cosa ante los demás. A veces se pregunta qué pinta él allí, entre los mejores. Tiene suerte, sin mérito alguno, de encontrarse en semejante compañía; especialmente cuando todo el grupo está reunido, y él toma lo mejor, lo más inteligente o lo más divertido que hay en todos los demás.
»Ésas son las sesiones de oro: cuando cuatro o cinco de nosotros, después de un día de duro caminar, llegamos a nuestra posada, cuando nos hemos puesto las zapatillas, y tenemos los pies extendidos hacia el fuego y el vaso al alcance de la mano, cuando el mundo entero, y algo más allá del mundo, se abre a nuestra mente mientras hablamos, y nadie tiene ninguna discordia ni reticencia frente al otro, sino que todos somos libres e iguales, como si nos hubiéramos conocido hace apenas una hora, mientras al mismo tiempo nos envuelve un afecto que ha madurado con los años. La vida, la vida natural, no tiene don mejor que ofrecer. ¿Quién puede decir que lo ha merecido?».
C.S. Lewis narra en uno de sus libros esta entrañable escena, que a todos nos hace rememorar tantos momentos en los que quizá hemos sentido algo parecido. Nos vemos rodeados de personas que valen más que nosotros, que son mejores que nosotros, que tienen mejor corazón que nosotros. Quizá esas mismas personas piensan algo parecido de los demás, y probablemente esa sea la clave del buen ambiente que se respira. Cada uno ha cultivado su capacidad de admiración, ha sabido ver a los otros con esos ojos que saben descubrir el afecto y que se agrandan con él. A lo mejor hay algo de ingenuidad y de candidez en esos análisis, pero también sabemos que todos necesitamos que nos vean con cierta ingenuidad, porque cuando se observan con rigor nuestros defectos todos salimos malparados y, en cambio, cuando se miran más benignamente, esa mirada nos ayuda a superarnos.
Cuando una persona piensa que no merece estar entre gente tan buena, o que no merece ser tan querido y valorado por quienes le rodean, demuestra con ello una humildad de corazón que facilita mucho las cosas. Demuestra que valora a los demás, que es consciente de haber recibido mucho, seguramente más de lo que merecemos, y esa gratitud nos hace más humildes y nos llena de afecto y de deseos de mejorar.
Cuando se crea una atmósfera de comprensión ante los defectos de los otros, y cada uno se esfuerza en pasar por alto esas pequeñas cosas que podrían perturbar el buen ambiente, y procura atemperar el propio egoísmo y la vanidad, y amortiguar el afán de figurar, y contener el deseo de imponer sus opiniones o sus caprichos, todo eso crea un clima de consideración entre unos y otros que es fundamento firme sobre el que construir el ambiente propio de una familia, de un equipo de trabajo o de una reunión de amigos.
Decía Thomas Carlyle que un gran hombre demuestra su grandeza por el modo en que trata a los que son o tienen menos que él. Un gran hombre sabe conducirse entre los demás con sencillez, buscando siempre cómo aprender de ellos, aunque sean mucho más jóvenes (o precisamente porque lo son), o aunque sean menos expertos o instruidos, porque sabe que siempre se puede y se debe aprender de todos. No funcionan como si su tiempo no mereciera malgastarse con la gente que les rodea, ni se están fijando siempre en los aspectos negativos de cada uno, o en sus errores pasados, ni se dedican a hablar mal del ausente. Los grandes hombres (o mujeres) saben crear un clima estimulante a su alrededor, en el que se generan esos procesos de admiración mutua (que casi nunca conviene hacer explícitos, para evitar halagos y autocomplacencias inútiles), y que permiten descubrir en lo ya conocido una novedad ilusionadora, una visión que se sorprende ante cosas muy familiares que cada día se le manifiestan como nuevas.