Muchos padres y educadores están preocupados por la educación moral de sus hijos, alumnos, etc. Ven que bastantes de sus actuales problemas tienen la raíz en una deficiente o insuficiente formación básica en las convicciones morales, criterios de conducta, ideales de vida o valores. Pero lo que más llama la atención es que bastantes de esos padres y educadores, aun considerándose buenos creyentes, cuentan poco con la fe a la hora de educar, y eso puede ser un error de graves consecuencias.
Es cierto que se puede tener una moral muy exigente sin creer en Dios. Y también es cierto que existen personas de gran rectitud moral que no son creyentes. Y es verdad se pueden encontrar doctrinas éticas respetables que excluyen la fe. Pero no veo que ninguna de esas razones haga aconsejable que una persona creyente eduque a sus hijos como si no tuviera fe, o que ignore la importancia que tiene la religión en la educación moral de cualquier persona.
De entrada, una ética sin Dios, sin un ser superior, basada sólo en el consenso social o en unas tradiciones culturales, ofrece pocas garantías ante la patente debilidad del ser humano o ante su capacidad de ser manipulado. Una referencia a Dios sirve —y la historia parece empeñada en demostrarlo— no sólo para justificar la existencia de normas de conducta que hay que observar, sino también para mover a las personas a observarlas. El creyente se dirige a Dios no sólo como legislador, sino también como juez. Porque conocer la ley moral y respetarla son cosas bien distintas, y por eso, si Dios está presente —y presente sin pretender acomodarlo al propio capricho, se entiende—, será más fácil que se respeten esas leyes morales.
En cambio, cuando se prescinde voluntariamente de Dios, es fácil que el hombre se desvíe hasta convertirse en la única instancia que decide lo que es bueno o malo, en función de sus propios intereses. ¿Por qué ayudar a una persona que difícilmente me podrá corresponder? ¿Por qué perdonar? ¿Por qué ser fiel a mi marido o mi mujer cuando es tan fácil no serlo? ¿Por qué no aceptar esa pequeña ganancia fácil? ¿Por qué arriesgarse a decir la verdad y no dejar que sea otro quien pague las consecuencias de mi error?
Quien no admite que haya nadie superior a él que juzgue sus acciones, se encuentra mucho más indefenso ante la tentación de erigirse como juez y determinador supremo de lo bueno y lo malo. Eso no significa que el creyente obre siempre rectamente, ni que no se engañe nunca; pero al menos no está solo, está menos expuesto a engañarse a sí mismo diciéndose que es bueno lo que le gusta y malo lo que no le gusta. Sabe que tiene dentro una voz moral que, en determinado momento, le advertirá: basta, no sigas por ahí.
Sin religión es más fácil dudar si vale la pena ser fiel a la ética. Sin religión es más fácil no ver claro por qué se han de mantener conductas que suponen sacrificios. Esto sucede más aún cuando esa moral laica se transmite de una generación a otra sin apenas reflexión. Como ha señalado Julián Marías, los que al principio sostuvieron esos principios laicos como elemento de un debate ideológico, tenían al menos el ardor y el idealismo de una causa que defendían con pasión. Pero, si esa moral se transmite a los más jóvenes, a los hijos, y después a los hijos de estos, sin ninguna vinculación a creencias religiosas, es fácil que ese idealismo quede en unas simples ideas sin un fundamento claro y, por tanto, pierden vigor.
Cuando no se cuenta con que haya un juicio y una vida después de la muerte, es bastante fácil que las perspectivas de una persona se reduzcan a lo que en esta vida pueda suceder. Si no se cuenta con nada más, porque no se cree en el más allá, el sentido de última responsabilidad tiende a diluirse, y la rectitud moral estará más expuesta y se deteriorará más fácilmente.
Hay ocasiones en que los motivos de conveniencia natural para obrar bien nos impulsan con gran fuerza. Pero hay otras ocasiones —y no son pocas— en que esos motivos de conveniencia natural pierden peso en nuestra mente, por la razón que sea, y entonces son los motivos sobrenaturales los que toman un mayor protagonismo y nos ayudan a actuar como debemos. Prescindir de unos o de otros es un error moral y un error educativo de gran alcance. Por eso, los padres creyentes deben dar importancia a la formación religiosa de sus hijos. No se puede excluir la religión del legado de la educación, como tampoco se puede excluir la literatura, el arte, la música o el deporte, por mucho que unos sean más partidarios de uno o de otro, o de ninguno.