Narciso era un chico muy guapo, hijo del río Cefiso y de la ninfa Liríope, pero tenía un gran defecto: solo sabía quererse a sí mismo. Un día de mucho calor el joven se acercó a un arroyo. Al verse reflejado en las aguas cristalinas quedó fascinado por la visión de su propia figura. Pero cuando se acercaba y tocaba el agua, la imagen desaparecía. Por eso quedó quieto, absorto durante horas y días, perdidamente enamorado de sí mismo, en un castigo sin fin que le llevó a la muerte.
Hay un tipo de liderazgo que recuerda un poco a esta vieja historia. Una persona con gran preocupación por ser popular, no disgustar y no ser criticado. Eso le preocupa mucho, porque sobre todo se preocupa de sí mismo. Lo que suceda con la tarea o el servicio o la organización que tiene que dirigir, eso le importa menos.
Es un error o un defecto clásico de liderazgo. Pero puede agravarse cuando, además de querer gustar a toda costa, quiere también que todos le tengan admiración. Si algo sale bien, se ocupa de dejar claro que el mérito le corresponde a él. De lo que sale mal, siempre suele haber otros que tienen la culpa. Trabaja mucho para alimentar su propia imagen, para centrar la atención sobre lo que él hace. Quien estorbe en ese camino, será un rival o una amenaza.
El narcisista suele creerse brillante y especial. Le gusta hablar de sí mismo, es su tema preferido. Busca subordinados con los que satisfacer su necesidad de elogios y de dominio. Se rodea de quienes puedan aportarle reconocimiento. Presume de sus contactos y sus historias. Tiende a tratar con cierta adulación a sus jefes, y pone empeño en preservar intocable su propio territorio.
El caso es que todos tenemos un narcisista dentro. Lo importante es saber mantenerlo a raya, no alimentarlo. Es natural y positivo desear sentirse querido, y cuidar la propia imagen, pero también eso puede derivar en una patología. Por eso podría decirse que hay narcisistas equilibrados, que son capaces de contener sus tendencias y funcionar con normalidad. Pero hay otros que no logran contener esas inclinaciones y son narcisistas abiertos. Hay otros narcisistas que podríamos llamar encubiertos, que intentan disimularlo, y que incluso pasan por humildes o sufridos, pero buscan siempre tejer un entorno confortable y controlable a su alrededor, expulsando posibles rivales e impidiendo cualquier crecimiento que salga de su control.
El narcisista jamás pierde la ocasión de que una conversación discurra hacia un tema en el que pueda llamar la atención sobre sus propios méritos, o sobre los deméritos de quien considere sus competidores. Es manipulador y rencoroso. Le gusta acumular información para poder desacreditar a los demás cuando le interese. Suele considerarse el más adecuado para puestos de mayor responsabilidad, cuando quizá para los demás es obvio que no posee esas cualidades. No se rodea de buenos colaboradores, sino de gente sumisa y de poca iniciativa. Prefiere gente mediocre y predecible, con lo que devalúa la institución a la que sirve. No entiende el liderazgo como servicio sino como personas puestas a su servicio.
Por todo eso tiende a autoperpetuarse. Con otros narcisistas como él no suele formar equipo, pero pueden jerarquizarse y surgir otros líderes menores, con las mismas tendencias narcisistas, que a su vez crean subgrupos de seguidores dóciles que apuntalan el sistema.
En las instituciones donde no se evalúa debidamente el desempeño, es difícil ayudarles a corregirse. Los narcisistas se refugian en entornos o instituciones donde apenas se rinde cuentas. Donde hay mala organización, poco control o miedo a exigir, allí se encuentran a sus anchas. También por eso es importante establecer modos claros de rendir cuentas de lo que hacemos. Y aquellos que consideran que eso es una falta de confianza, a esos quizá es a quien más falta hace que le pidan cuentas de su trabajo.