Probablemente todos conocemos personas inteligentes que hacen cosas sorprendentemente estúpidas. Son personas que en la escuela sacaban buenas calificaciones con poco esfuerzo, eran brillantes y en las pruebas de inteligencia siempre obtenían altas puntuaciones. Pero vemos que todo eso no asegura su capacidad de interactuar bien con los demás, ni de acertar en su análisis de las cosas, ni en la toma de decisiones en la vida real.
Heather A. Butler publicó en 2017 en Scientific American un extenso estudio titulado “¿Por qué la gente inteligente hace tonterías?”. Esta investigadora de la Universidad Estatal de California asegura que la capacidad de pensamiento crítico es quizá uno de los mejores predictores del resultado de una vida. Sostiene, por ejemplo, que quienes desarrollan poco su pensamiento crítico, pese a ser personas inteligentes, son luego mucho más propensos a excederse con el alcohol, hacer gastos poco responsables o arruinar tontamente su matrimonio.
Nuestra inteligencia está determinada en gran medida por la genética. Sin embargo, el pensamiento crítico puede mejorar con empeño personal, y se ha demostrado que sus beneficios persisten en el tiempo. Cualquiera puede esforzarse por mejorar su razonamiento verbal, su capacidad de analizar argumentos, contrastar hipótesis, considerar la probabilidad de cada opción a la hora de tomar decisiones o resolver problemas. Y avanzar por ese camino es, sin duda, un comportamiento inteligente.
La Fundación Reboot realizó en 2018 una amplia encuesta sobre el pensamiento crítico en la educación. El 96% de los padres afirmaba que era muy importante, y el 72% aseguraba saber cómo ayudar a sus hijos a adquirirlo. Pero luego resulta que, por ejemplo, solo el 25% busca puntos de vista que desafían a los suyos, y el 24% confiesa evitar a las personas con opiniones diferentes.
Si aspiramos a tener opinión propia sobre cuestiones debatidas en la opinión pública, es necesario aprender a detectar (tanto en nosotros como en los demás) las explicaciones superficiales o sesgadas, las unilateralidades, las exageraciones, las simplificaciones o los reduccionismos. Y quizá entre los enemigos habituales de la capacidad crítica están las llamadas “narrativas complacientes”, que tienden a eludir la incoherencia argumental de quienes opinan de la misma manera, al tiempo que caricaturizan la postura contraria para ridiculizarla y rebatirla fácilmente.
Se tiende a acoger sin rigor la narrativa complaciente, al tiempo que se considera fanático a quien piensa de modo opuesto. Etiquetar al otro como ultra, o como radical, ya sea de un lado o del otro, parece que exime de aportar datos o razones. Y parece que quienes ponen la etiqueta de ultra a los de un lado, acaban siendo ciegos ante su propio extremismo. Todo ello es parte de un estilo descalificador con el que se disimula la propia dificultad para soportar las discrepancias.
Quizá nos hace falta poner más a prueba nuestras opiniones, contrastarlas con puntos de vista opuestos, o al menos diferentes, y no rehuir los debates. No hay que olvidar que hay algoritmos que rastrean nuestros movimientos en la red y nos envían información complaciente con nuestras ideas, y nos relacionan sobre todo con quienes tienen parecidos puntos de vista. Para salir de las burbujas ideológicas, y de su correspondiente miopía social, es preciso poner interés en exponernos de modo habitual a visiones del mundo distintas a la nuestra.
No podemos asumir o compartir noticias sin contrastarlas, solo porque apoyan ideas que consideramos buenas. Es preciso cuestionar lo que leemos o escuchamos o pensamos, y considerar siempre interpretaciones alternativas. Hemos de mejorar nuestros argumentos y nuestras ejemplificaciones. Detectar nuestras incoherencias, nuestro extremismo, nuestras fobias. Buscar evidencias que confirmen o desmientan lo que hasta ahora pensábamos. Quizá la familia y la escuela deben renovar su compromiso con el pensamiento crítico, y no descansar nunca en la búsqueda de la verdad de las cosas, aunque de sobra sabemos que no es nada fácil.