Llegó una vez un sabio itinerante a una ciudad y comenzó a gritar, en su plaza principal, que era necesario un cambio en la marcha de aquel país. El hombre hablaba y hablaba, y una multitud considerable acudió a escucharle, aunque quizá más por curiosidad que por verdadero interés. Y aquel hombre seguía poniendo toda su alma en aquellas palabras, pidiendo que cambiaran de una vez sus relajadas costumbres.
Pero, según pasaban los días, eran cada vez menos los que le escuchaban y nadie parecía dispuesto a cambiar en nada. Pero aquel hombre no se desalentaba y seguía hablando. Hasta que un día ya nadie parecía escucharle. Pero seguía predicando en la gran plaza, ante la aparente indiferencia de todos.
Y pasaban los días hasta que, al fin, alguien se acercó y le preguntó: “¿Por qué sigues hablando? ¿No ves que nadie está dispuesto a cambiar?”. “Sigo haciéndolo —dijo el sabio— porque, si me callara, serían ellos los que me habrían cambiado a mí.”
Traigo aquí esta vieja historia, no como apología o ensalzamiento de un inmovilismo cerril, sino para honrar la fidelidad de las personas a sus propios principios, aunque apenas encuentren eco o aceptación en su entorno. Es cierto que ese silencio o esa falta de interés alrededor de nosotros puede hacernos descubrir que también nosotros tenemos quizá mucho que cambiar. Pero hay algunas cosas que, si lo pensamos despacio, no deben cambiar nunca en nosotros, pase lo que pase, nos escuchen o no, nos alaben o nos insulten, lo agradezcan o lo rechacen, lo aprueben o lo reprueben.
No es infrecuente que una persona se sienta sola y sin apoyo en sus mejores empeños. La tentación de desistir entonces es muy fuerte. Nos parece que nuestro ejemplo o nuestro testimonio ya no sirven para nada. Pero quizá no es así. Una cerilla a lo mejor no ilumina toda la habitación, pero todos en la habitación pueden verla. A lo mejor hay muchas personas que se sienten incapaces de imitar ese ejemplo, pero saben que quieren seguirlo en la medida que puedan, y ese testimonio resulta importante para ellos.
Todos sabemos de buenos ejemplos que hemos recibido y que nos han estimulado, y de malos ejemplos que nos han hecho desistir o caer. Y es probable que quienes nos dieron ese buen o mal ejemplo sepan muy poco de su efecto real sobre nosotros. No podemos desdeñar la responsabilidad que tenemos de ser una influencia positiva para los demás. Debemos hablar, aconsejar, exhortar, animar, pero sobre todo procurar que las palabras vayan avaladas por los hechos, por el ejemplo de nuestra propia vida. Es imposible lograrlo siempre, e incluso la mayoría de las veces, pero hemos de querer ser una ayuda para todos, y saber pedir perdón por el mal ejemplo que demos, y hacerlo de corazón.
Dejar de dar importancia a esto es algo que suele llegar poco a poco. Todas las deslealtades y las infidelidades empiezan en pequeños detalles, sin que uno se dé casi cuenta, generando y modificando hábitos, sin movimientos ni quiebras llamativas, sin derrumbamientos repentinos, pero cuando uno se quiere dar cuenta ya se ha convertido en otra persona. Y hay enfermedades que, siendo fáciles de curar en sus inicios, no lo son tanto entonces de diagnosticar; y es verdad que luego se diagnostican más fácilmente, pero entonces ya no son fáciles de curar. Advertir enseguida lo que no va bien en nosotros, o darnos cuenta de que debemos tener cuidado para no deslizarnos por la pendiente de la mediocridad o la deslealtad o el egoísmo, eso es vital para llegar a tiempo, antes de que tenga difícil arreglo.