La madre –explica José Antonio Marina– enseña al niño a dirigir su atención, es decir, a adueñarse de sus procesos perceptivos. Muy pronto sigue sus indicaciones con la mirada. Después, le anima a buscar objetos, a juegos compartidos, en los que, cuando el niño se cansa, la madre retoma su atención, para enseñarle así la perseverancia en la acción. Más tarde, mediante la palabra, comienza a dar órdenes a su hijo, que el niño aprende a obedecer. Posteriormente, el niño comenzará a darse órdenes a sí mismo. Está poniendo los cimientos de la voluntad.
Hay numerosos estudios que hablan de cómo el niño va adquiriendo las funciones ejecutivas durante los primeros años de vida. El niño aprende a controlar su propio sistema nervioso obedeciendo primero las órdenes de sus cuidadores, y después –mediante el desarrollo del habla interior– aprende a darse órdenes a sí mismo. Por eso necesita que le pongan límites, que le enseñan a distinguir lo que es bueno para él de lo que simplemente le apetece o le atrae.
Ha habido también autores, sobre todo en el pasado, que insistían en que no hay que imponer nada a los niños, porque sería hacer violencia a su libertad de vivir. Pero los efectos de una educación permisiva son demasiado evidentes, y cada vez parece más claro que el niño necesita cariño y ternura, pero también disciplina, esencial para crecer en autocontrol. Se saben amados cuando los padres se interesan por ellos y establecen normas de modo coherente y razonable, mediante una disciplina que busca el aprendizaje, no un régimen autoritario.
Obedeciendo, el niño aprende a obrar según normas que están por encima de sus impulsos. De ese modo, poco a poco hace suyos diversos hábitos con los que supera la dictadura de los estímulos. Eso le humaniza cada vez más, porque, entre el estímulo y su respuesta, está por medio la libertad humana, y esa capacidad de decidir cómo se reacciona es quizá lo que más nos distancia de los animales: nos permite valorar las incitaciones o apremios que percibimos, y decidir cómo debemos responder ante ellos. Con la disciplina inicial, el niño va obedeciendo la voz de otro y, por ese camino, aprende después a obedecer a su propia voz interior. Ese habla interior se va a convertir en un gran regulador de la acción. Se acostumbra a dialogar consigo mismo y establecer poco a poco su propia disciplina, regida por los valores que va asumiendo y que le ayudarán a configurar su vida de un modo más propio y personal.
Todos sabemos que si alguien no avanza lo suficiente en ese proceso, será en buena medida una persona tiranizada por sus impulsos, cautiva de ellos, sometida a quienes sepan manipularle tirando de aquellos estímulos ante los que es débil y con toda probabilidad sucumbirá. Dominar las propias funciones ejecutivas permite controlar el impulso, deliberar sobre los objetivos y prever sus consecuencias, elegir metas, gestionar el esfuerzo, mantener el propósito y la atención. Permite dirigir la conducta no sólo por lo que a uno le atrae o le apetece, sino también por lo que comprende que le conviene, para el propio bien y de otros.
Hablamos del niño, pero todo esto es bastante similar en los adultos. Aprender a vencerse en pequeñas cuestiones en las que comprendemos que debemos imponernos a nuestros gustos o apetencias del momento, es una forma de crecer como personas, de hacernos más dueños de nosotros mismos, de dirigir con más libertad la propia vida. Todo eso nos hace vivir una vida más nuestra, no una respuesta semiautomática de lo que el entorno nos solicita o nos reclama.
A veces parece que hacer las cosas porque nos apetece es más digno que hacerlas porque es nuestro deber. Sin embargo, el concepto de deber es imprescindible para formar la personalidad, para organizar la propia conducta conforme a un proyecto y unos valores, para disponer de un contrapeso del impulso o el deseo. Cada uno tiene que pensar cuáles son sus deberes, pero también debe haber aprendido antes a ser capaz de obedecerse a sí mismo, para no vivir a remolque de sus impulsos.