El experimento de Milgram fue un famoso ensayo científico de psicología social llevado a cabo por Stanley Milgram en la Universidad de Yale y descrito en 1974 en su libro “Obedience to authority”.
Sus experimentaciones comenzaron a raíz de que Adolf Eichmann fuera juzgado y sentenciado a muerte por crímenes contra la humanidad cometidos durante el régimen nazi en Alemania. Milgram se preguntaba cómo un hombre aparentemente normal, que no tenía nada contra los judíos, había podido ser tan activo partícipe del Holocausto y amparse siempre en la idea de que se limitaba a cumplir órdenes de sus legítimos superiores.
A través de anuncios en la prensa local de New Haven, Milgram buscó voluntarios para participar en un ensayo que se presentó como de “estudio de la memoria y el aprendizaje”. Les ofrecía cuatro dólares más una comida. Seleccionó a personas de diversas edades y estilos de educación. Un investigador explicaba la prueba al voluntario, junto con otra persona que se hacía pasar también por voluntario, pero que en realidad era un actor compinchado.
A continuación, simulaban un sorteo de papeles para el experimento. Cada uno de los dos participantes escogía uno. El cómplice tomaba su papel y decía haber sido designado como “alumno”. El participante voluntario tomaba el suyo y veía que ponía “maestro”, aunque, en realidad, en ambos papeles ponía “maestro”. Al “alumno” le correspondía ser atado en una especie de silla eléctrica, y el “maestro”tenía que hacerle una serie de preguntas. Si no acertaba la respuesta correcta, el “maestro” le aplicaba lo que él creía que era una descarga eléctrica, que al principio era de 15 voltios pero que por cada error era 15 voltios más alta. El “alumno” simulaba recibir esas descargas y, a medida que el voltaje aumentaba, golpeaba el cristal que lo separaba del “maestro”, se quejaba de su condición de enfermo del corazón, gritaba de dolor y pedía que finalizara ya el experimento.
Por lo general, cuando el “maestro” alcanzaba los 75 voltios, se ponía nervioso y deseaba interrumpir el ensayo, pero la autoridad del investigador le hacía continuar sin necesidad de mucha insistencia. Al llegar a los 135 voltios, muchos se detenían de nuevo y preguntaban otra vez por el sentido de todo aquello. Pero la mayoría seguían adelante, después de insistir en que ellos no se hacían responsables de las posibles consecuencias.
El resultado, un tanto desolador, es que, aunque todos pararan en cierto momento y cuestionaran el experimento, un 65% de los participantes llegaron hasta el límite de los 450 voltios. A primera vista, su conducta no mostraba el grado objetivo de crueldad con el que actuaban, ya que se mostraban preocupados e incómodos, pero eran muy pocos los que se plantaban y abandonaban el experimento, que era totalmente voluntario.
La prueba estaba diseñada para ver hasta qué punto un ciudadano corriente obedece órdenes que considera claramente inmorales. Aunque el experimento en sí mismo ofrece notables problemas éticos, ha dado ocasión a múltiples reflexiones de interés. Una primera es la preocupante inseguridad que sufren la gran mayoría de las personas, que les lleva a plegarse de modo habitual a las normas que emanan de la autoridad o el grupo social o profesional en el que se encuentran integrados en ese momento, aunque contradigan sus convicciones personales o su conciencia. También es sorprendente la facilidad con que se escudan en la “obediencia debida” para seguir al pie de la letra esas órdenes y autoconvencerse de que la responsabilidad de sus propios actos recae sobre sus superiores jerárquicos.
Aunque la mayoría de las personas se declaran y se consideran a sí mismas altamente autónomas e independientes, es frecuente que dentro de una jerarquía profesional o social, a la que suelen haberse incorporado libremente, se engañen queriendo eludir lo que siempre será su propia responsabilidad. Hay símbolos, como las batas blancas de los científicos o de los médicos, o los uniformes de policías o militares, que activan la norma de la obediencia mecánica a la autoridad. Hay también otras circunstancias que facilitan ese triste refugio en la obediencia debida, como la agresividad o la presencia cercana del superior, la rigidez de la burocracia o de las normativas vigentes, la idea de hacer un servicio a la ciencia, la de que se trata de acciones permitidas por las leyes, la de que si uno no lo hace lo hará otro igualmente y por tanto aquello no tiene mayor implicación moral, o la excusa de que también uno mismo ha sufrido en otras ocasiones atropellos semejantes.
No se trata de restar importancia a la autoridad o a la obediencia, no siempre suficientemente valoradas en la educación en nuestros días, pero todo ello ha de enmarcarse dentro del máximo respeto que corresponde a la conciencia personal y a la asunción de las propias responsabilidades. La obediencia debe ser siempre sensata e inteligente, y la responsabilidad no puede ser delegada tan fácilmente como algunos creen.