Un grupo de ranas viajaba por el campo y, de repente, dos de ellas cayeron en una zanja. Todas las demás se reunieron alrededor. Cuando se asomaron, gritaron entre llantos a las dos ranas que el agujero era demasiado profundo y no podrían salir. Las dos ranas no hicieron caso a los comentarios de sus amigas y siguieron tratando de saltar fuera con todas sus fuerzas. Las otras seguían insistiendo en que sus esfuerzos resultarían inútiles. Finalmente, una de las ranas se rindió después de oír tantas veces que no había solución, y pasado un poco de tiempo, se desvaneció y murió.
Sin embargo, la otra rana no se desanimaba. Continuó trepando y saltando tan fuerte como le era posible, sin desanimarse a pesar de los golpes y los arañazos. Las otras ranas seguían gritando y haciendo señas para que dejara de sufrir inútilmente y se dispusiera a morir, ya que no tenía sentido seguir agotándose y lastimándose de esa manera. Pero la rana saltaba cada vez con más ímpetu, hasta que, tras un esfuerzo supremo, logró salir, con gran sorpresa de todas.
Cuando estuvo arriba, sus compañeras se sentían avergonzadas e intentaban disculparse: “Lo sentimos mucho, de verdad. ¿Cómo has conseguido salir, a pesar de lo que te gritábamos?”. La rana les explicó que estaba muy nerviosa y un poco sorda, y que en todo momento pensó que aquellos gritos eran de ánimo para esforzarse más aún y lograr así salir del agujero.
Este viejo relato nos sirve para ilustrar cómo muchas veces la palabra tiene poder de vida o de muerte. Una palabra de aliento compartida con alguien que se siente desanimado, puede ayudarle a levantarse y continuar la lucha. Una palabra irónica o desanimante pronunciada en un momento inoportuno, puede en cambio hacer mucho daño. Quizá las cosas que decimos, aunque nos parezcan comentarios sin apenas trascendencia, muchas veces traen mayores consecuencias de lo que pensamos. Tenemos cada uno la responsabilidad de estimular o perjudicar la vida de los demás. Y tenemos quizá que contener esa tendencia que a veces nos lleva a hablar con gran rotundidad y realismo de cosas que ni son tan seguras ni tan reales como pretendemos asegurar. Quizá hablamos con un aire vehemente, de suficiencia y de negatividad, y a lo mejor nos parece que eso nos encumbra, o nos otorga un halo de experiencia y de sabiduría, cuando en realidad sucede todo lo contrario.
Hace tiempo, en la NASA se puso de moda un famoso póster, muy simpático, de una abeja, con una leyenda debajo que decía así: “Aerodinámicamente el cuerpo de una abeja no está hecho para volar, lo bueno es que la abeja no lo sabe”. Muchas personas salen adelante a diario, con esfuerzo, pese a graves faltas de medios o de condiciones, gracias a que no tienen cerca un cenizo que se encargue de recordárselo constantemente. Son ya demasiadas las vidas arruinadas por esos mensajes inútiles de desaliento, de retirada, de precipitada cancelación del esfuerzo.
Muchos, por ejemplo, ven a los adolescentes como personas que apenas se pueden controlar, que difícilmente aprenderán a dominar sus impulsos o a dirigir con responsabilidad sus vidas. Dicen, por ejemplo, que deben tener siempre a mano un preservativo por si acaso lo necesitan, no vaya a ser que se produzca un embarazo no deseado. Y me pregunto: ¿el problema es el embarazo, o es el hecho de que no sepa controlarse? ¿Cómo logrará en el futuro ser fiel a su marido, o a su mujer? Porque para eso no basta con tener a mano un preservativo. Y si ahora no aprende a controlar sus impulsos, si damos por sentado que será incapaz de no acostarse con quien se le ponga a tiro, cabe pensar que ese hábito le acompañará en su vida adulta, y será difícil formar así una familia feliz. Tratar a los adolescentes como incapaces es uno de los más tristes paradigmas de una sociedad enferma. Es una muestra de la falta de confianza en sus recursos personales, y quizá el motivo de las crisis de autoestima de muchos, que por falta voluntad se hallan inmersos en una autodecepción crónica.