Una calurosa tarde en Coleman (Texas), una familia compuesta un matrimonio y sus suegros están muy animados jugando al dominó cómodamente a la sombra en su pequeño jardín. De repente, el suegro propone hacer un viaje a Abilene, ciudad distante 80 kilómetros. La mujer dice «Suena muy bien, una gran idea», pese a tener sus reservas porque el viaje promete ser largo y caluroso, pero piensa que sus preferencias personales no coinciden con las del resto del grupo. Su marido dice: «A mí me parece bien. No sé si tu madre tendrá ganas de ir.» La suegra después asegura: «¡Por supuesto que quiero ir. Hace mucho que no vamos a Abilene!».
Así, todos de acuerdo, emprenden viaje. Hay mucho tráfico y mucho calor, por lo que el desplazamiento resulta largo y pesado. Cuando por fin llegan a Abilene, dan una vuelta por el poblado y no encuentran ningún sitio interesante para disfrutar, ni para hacer una parada. Entran en una cafetería y acaban disgustados por el mal servicio y la pésima comida. Finalmente deciden regresar y, después de varias horas de camino, están de nuevo en casa, totalmente agotados y decepcionados.
A la llegada, uno de ellos, con cierta intención, dice: «¿Fue un gran viaje, no?». La suegra explica entonces que, de hecho, hubiera preferido quedarse en casa, pero apoyó la idea porque los otros tres parecían estar muy entusiasmados. El marido dice: «Vaya, pues yo solo fui para satisfaceros a vosotros». La mujer añade: «Pues yo igual, solo fui para agradaros. No me apetecía nada salir con el calor que hace». El suegro por último confiesa que él lo había sugerido únicamente porque le pareció que los demás lo estaban deseando.
El grupo se queda perplejo por haber decidido en común hacer un viaje que ninguno de ellos quería hacer. Cada cual hubiera preferido quedarse sentado cómodamente en el jardín, como estaban, pero no llegaron a decirlo cuando todavía tenían tiempo para quedarse a disfrutar de la tarde allí.
La situación narrada se presenta con cierta frecuencia en los equipos de trabajo. Se debe a una sutil inseguridad que cohíbe la expresión sincera de nuestros juicios y pensamientos acerca de las propuestas o decisiones que se toman en conjunto, impidiendo así su libre análisis y produciendo las consiguientes consecuencias negativas para todos los involucrados. Y es un fenómeno que se presenta también en equipos altamente cohesionados pero en los que falta seguridad y confianza para hablar sobre determinados temas.
Esta anécdota, conocida como la “paradoja de Abilene”, fue narrada en 1988 por Jerry B. Harvey en su libro “The Abilene Paradox and other Meditations on Management”. Se recurre a ella generalmente para ayudar a explicar malas decisiones de trabajo que son consecuencia de las culturas de grupo que retraen de expresar la propia opinión en público por miedo a estar en minoría y a que todo el mundo se nos eche encima. El fenómeno ocurre sobre todo cuando una situación particular de un grupo nos empuja a continuar con decisiones o actividades desacertadas que la mayoría del grupo no quiere, pero sobre la que ningún miembro está dispuesto a expresar objeciones.
El fenómeno es una forma clásica del llamado pensamiento grupal. Se explica por fenómenos de conformidad de la psicología de grupo, que desaniman a actuar en contra de la supuesta opinión de los demás. No me estoy refiriendo al sano respeto a las tradiciones, que vinculan a las personas, crean lazos entre ellas y forman colectivos fuertes ante las erosiones del tiempo. Ni a la existencia de “frenos sociales”, que tienen también su sentido y no que no tienen por qué ser negativos. Me refiero a que es necesario promover en los equipos de personas una cultura de confianza, que facilite a cada uno expresar libremente su opinión sobre los asuntos que se debaten, sin que, por una mal entendida prudencia, se acabe cayendo en alguna de las muy diversas formas del pensamiento gregario, que casi siempre llevan a tomar decisiones poco acertadas.