«Así era mi madre —rememoraba la protagonista de El Volumen de la ausencia, esa gran novela de Mercedes Salisachs—. Un camino de renuncias sembrado de querencias que pocas veces manifestaba.
»Su ejemplo era un continuo desafío para mis reacciones egoístas. Un día, exasperada, le pregunté cómo era posible que sintiera amor por todo el mundo. Su respuesta me dejó perpleja. Me contempló, asombrada, como si yo fuera un ser de otro planeta, y me dijo: “Hija mía —y golpeó con suavidad mi frente, como si quisiera despertarme—, ¿de dónde sacas que yo siempre siento eso? El amor verdadero no siempre se siente, se practica.” »Ella solía decirme: “Actuar es la mejor forma de querer, hija. No es necesario que sientas amor por ellas —recalcaba—; sencillamente, ayúdalas. Verás qué pronto las quieres”.
»Yo le llevaba la contraria, y le hablaba de personas a las que no podía querer, y ella me replicaba: “Cuando sientas odio hacia una persona, acuérdate de su madre, de sus hijos o de cualquier ser que la haya querido como tú quieres a los tuyos. Trata de ponerte en su pellejo e inmediatamente dejarás de odiar.” Me insistía en que no hay posibilidad de amar sin rechazar el egoísmo, sin vivir para los demás, y que una vida sin querer a los demás es peor que un erial en tinieblas.» El afecto a los demás, con la generosidad y la diligencia que siempre llevan implícitas, son la principal fuente de paz y de satisfacción interior de cualquier persona. En cambio, la dinámica del egoísmo o de la pereza conducen siempre a un callejón sin salida de agobios e insatisfacciones. Por eso las personas con un buen nivel de satisfacción interior suelen tratar a los demás con afabilidad, les resulta fácil comprender las limitaciones y debilidades ajenas, y raramente son duros o inclementes en sus juicios. Pero lo que más les caracteriza es que son personas interesadas en los demás. Y esto es así porque sólo de ese modo el hombre se crece y se enriquece de verdad.
No hay que olvidar, además, que hasta las satisfacciones más materiales necesitan ser compartidas con otros, o al menos ser referidas a otros. Una persona no puede disfrutar de una bonita casa, o de un coche que acaba de comprarse, o de una nueva prenda de ropa, o de su belleza física, o de un título académico, o incluso de una buena cultura, si no tiene a su alrededor personas que le miren con afecto, que se alegren y puedan disfrutarlo a su lado. Si no puede —o no quiere— compartir sus alegrías, antes o después se sumergirá en un profundo sentimiento de tristeza y de frustración, porque tarde o temprano el rostro del egoísmo aparece con toda su fealdad ante aquel que le ha dejado apoderarse de sus sentimientos.
El hombre se enaltece y se plenifica cuando entiende su vida como un servicio a los demás, como una entrega a empeños nobles, que siempre tienen referencia a otros. En cambio, cuando cede a la seducción del egoísmo, es bien fácil que pronto las cosas dejen de tener sentido, que le cansen y le hagan perder pie. El egoísmo lleva, por su propia dinámica, a un modo pueril de entender la felicidad personal, que acaba siempre en el más rotundo de los fracasos.
Servir es lo que más ennoblece a un hombre. A medida que la configuración moral de una persona adquiere la fortaleza y la libertad necesarias para contrapesar la inercia natural del egoísmo, esa persona logrará dotar a su vida de sentido y de interés. El acallamiento de la obsesión por lo propio, de la tiranía los deseos hipertrofiados, de la miseria de todos los corifeos del egoísmo, son modos de erradicar todos esos pequeños motivos de tristeza que pululan en torno al amor propio enfermizo.
Como escribió Martín Descalzo, quien se acostumbró a cerrar su alma y su corazón a cuantos le rodean, siempre termina por tener la una y el otro acartonados, esclerotizados, petrificados. El egoísmo se paga. Y el que nunca amó está condenado a no amar jamás y a no ser querido por nadie.