Observo que la palabra “postureo” es un término acuñado recientemente y usado especialmente en el contexto de las redes sociales y las nuevas tecnologías, para expresar formas de comportamiento y de pose que suelen ser más por imagen o por las apariencias que por otras motivaciones.
Parece que este neologismo aún no tiene registro en los diccionarios, pero no por eso deja de tener una amplia presencia, sobre todo en la plaza pública virtual, para impresionar a quienes te ven, te leen o te escuchan, y llegar al mayor número posible de personas.
El postureo es como la elegancia, que todos saben lo que es pero nadie sabe bien cómo definirlo. El postureo es algo que se tiene o no se tiene, es una actitud con la que la gente juega un poco a ser lo que no es, o al menos a hacer cosas que esperan un reconocimiento. Es ir a ese sitio de moda sólo para dejarte ver, es colgar esa foto o compartir esa ubicación o ese vídeo, o ir a un evento con tu mejor sonrisa solo para poder decir que has estado. Es hacer cosas más de cara a la galería que por una propia y verdadera motivación, solo porque crees que es lo que en ese momento toca. Las frases hechas son imprescindibles, pero hay que acertar con la que resulta oportuna en cada ocasión, para lo cual, lógicamente, hay que estar a la última.
El postureo tiende a ocupar todo el espacio del que dispone, como los gases perfectos. No requiere de un lugar o un tiempo determinado para practicarlo: ningún sitio es malo para una buena pose. Por su propia naturaleza, tiende a crecer, y a veces de modo descontrolado, buscando una recompensa social, en gratitud, reconocimiento, prestigio, influencia, visibilidad.
Además, no hay que engañarse, del postureo no escapa a nadie. Todos caemos en una u otra forma de dependencia de la imagen que damos a los demás. Y cada estereotipo social suele tener sus técnicas de postureo, desde una madre presumiendo de hijos hasta un adolescente haciendo alarde de su elegante modo de beber o de fumar. También las instituciones caen fácilmente en ese denodado esfuerzo para crear una imagen en la que todo tiene que ser perfecto y todos aparecer sonrientes y felices. Cada grupo tiene sus propios códigos, aunque para otras personas pueda parecer una tontería. En todo caso, la clave es aparentar, y si es posible, parecer que todo eso no te importa nada en absoluto. Es hacer esas cosas pensando que sorprenderán a la gente que más te interesa, por muy artificial que resulte, pero como si fuera lo más natural y espontáneo del mundo.
¿Es todo una compostura artificial? En cierto modo sí, pero también es cierto que a veces los distintos modos de presentarse definen lo más propio y particular de cada uno. ¿Es algo reprobable? Diría que todos buscamos un cierto reconocimiento, buscamos crear la imagen que queremos proyectar de nosotros mismos, y eso no tiene por qué ser negativo. Lo malo es si la búsqueda de feedback se convierte en la clave y la finalidad de lo que se hace, porque lleva a una creciente dependencia de la aprobación de los demás que puede llegar a ser patológica.
Hay que estar en guardia para no caer en conductas postizas, artificiales, mediante las que se pretende impresionar a los demás, o mendigar su admiración o su envidia. A veces buscamos el refugio y la seguridad de ser como todos, y a veces buscamos exactamente lo contrario, dejar claro que somos diferentes o especiales, distintos de los demás, aunque casi siempre repitamos algo que hemos visto en otros. Pero también es verdad que cada uno selecciona lo que más le gusta de lo que ve en otros, y así va perfilando la imagen que quiere proyectar de sí mismo, y con ello, muchas veces, también su propio modo de ser. Quizá basta con lograr, al menos, ser conscientes de cuándo estamos obrando de cara a la galería, para que podamos ver si es buen camino o no.