Después de pasar una larga temporada en el palacio de Circe, Ulises emprende definitivamente el camino a Ítaca. La diosa, antes de dejarle partir, le había adelantado algunas de las aventuras que iba a vivir en los días siguientes. La primera de ellas era el encuentro con las sirenas.
Desde su nave, Ulises divisa el peñasco de las sirenas. La isla aparece rodeada de cadáveres cuya carne se pudre al sol sobre la arena. Los muertos son aquellos que han cedido a la seducción del canto. Al pasar por delante de aquel lugar en que los navegantes quedaban embaucados y acababan estrellándose contra los arrecifes, Ulises pide a sus hombres que todos se tapen con cera los oídos, y que a él le aten con cuerdas a un mástil del barco. Les ordena que no le suelten por mucho que luego lo pida: “Amigos, atadme con dolorosas ligaduras para que permanezca firme allí, junto al mástil; que me sujeten bien las amarras, y si os suplico o doy órdenes de que me desatéis, apretadme todavía con más cuerdas”.
Cuando la nave está a una distancia a la que se oye a un hombre al gritar, las sirenas entonan su canto fascinador: “Vamos, famoso Odiseo, gran honra de los aqueos, ven aquí y haz detener tu nave para que puedas oír nuestra voz. Que nadie ha pasado de largo con su negra nave sin escuchar la dulce voz de nuestras bocas, sino que ha regresado después de gozar con ella y saber más cosas. Pues sabemos todo cuanto los argivos y troyanos trajinaron en la vasta Troya por voluntad de los dioses. Sabemos cuanto sucede sobre la tierra fecunda. Ulises, glorioso Ulises, Ulises bienamado, ven, escúchanos, te diremos todo, cantaremos la gloria de los héroes, tu propia gloria.”
El corazón de Ulises queda seducido y desea ardientemente detenerse y escuchar aquellas hermosas voces. Hace señas a sus compañeros para que le desaten, pero ellos siguen remando impasibles. Perimedes y Euríloco se levantan y le atan con más cuerdas, apretándole con fuerza, según les había pedido antes.
Cuando por fin han pasado de largo y ya no se oye la voz de las sirenas ni su canto, sus fieles compañeros se quitan la cera de los oídos y a Ulises le sueltan de sus amarras. Ya ha pasado el momento de la seducción, de una ofuscación en la que, pese a estar plenamente advertidos, han estado en grave peligro de caer. El mérito de Ulises no ha estado en su resistencia en el momento de la tentación, sino en el previo reconocimiento de su propia debilidad. Ulises sabe de la gran fuerza del instinto y de la flaqueza de su voluntad, pese a ser un gran héroe. Sabe que no resistirá a la incitación de ese momento y tiene la lucidez de precaverse. Y sus compañeros tienen la lealtad de ayudarle, de no abandonarle cuando le ven desfallecer, aunque eso suponga desoír sus ruegos de ese instante.
Todos los hombres pasamos también con frecuencia por costas peligrosas. Somos atraídos por deseos que nos seducen y nos pierden. Escuchamos voces sugestivas que se alían con nuestra debilidad. Todo eso va conformando en nuestro interior zonas más o menos extensas de oscuridad, de confusión, de autoengaño. Espacios interiores de obcecación que nos hacen obrar mal atraídos por los aspectos engañosamente buenos que esa acción nos presenta. Quizá por eso, la mejor baza de la tentación siempre ha sido lograr que, mientras dure, el resto del mundo parezca carente de interés. Su gran logro es cortar cualquier discurso racional en contra del deseo.
Por eso, en muchos casos, lo más inteligente, la forma más segura de preservar la claridad de la mente, es, simplemente, mantenerse a cierta distancia de la tentación. Conociendo la fuerza del impulso y la resistencia de nuestra propia voluntad, sabremos a qué podemos exponernos y a qué no. Porque no debemos olvidar que es difícil tomar contacto temerariamente con el vicio y no dejarse luego arrastrar por él.
Alfonso Aguiló, índice artículos “El carácter”