La necesidad de Dios Todos experimentamos que hay muchas cosas —quizá la mayoría— que escapan a nuestro control. Tenemos cierta capacidad de orientar lo que nos sucede mediante nuestras decisiones libres, pero muchas veces lo que nos sucede viene dado en gran parte por las coyunturas en que nos vemos envueltos, por las decisiones de otras personas o por condicionantes naturales a los que no nos queda más remedio que someternos.
Esa evidencia, junto al hecho también manifiesto de la presencia del mal en el mundo, y en particular el mal en nuestro propio interior y en el de los demás, son realidades innegables que nos empujan a comprender la necesidad del volver la mirada hacia Dios, a buscar su ayuda y su consuelo, a agradecer todo lo que nos ha sido dado y a pedirle perdón por tantas veces que no hemos sabido corresponder a su gracia y le hemos ofendido.
Esa necesidad de la ayuda de Dios, de su gracia, es patente y notoria para el hombre. A su vez, es necesario el esfuerzo personal. La síntesis entre ambos elementos es esencial para el acierto en el modo de plantear la vida interior de cualquier persona. No debe caerse en el extremo de un abandono cómodo o fatalista, como si nada dependiera del esfuerzo personal, pero tampoco el otro extremo de un voluntarismo o un psicologismo ajeno a las realidades sobrenaturales.
La vida interior es la realización personal de la vida sobrenatural. No puede, por tanto, ser reducida a simple psicología. La presencia de Dios, la filiación divina, la responsabilidad, el pecado, etc., son realidades objetivas (Dios está presente, soy hijo de Dios, soy responsable de mis actos, puedo caer en el pecado, etc.), y no pueden confundirse con vivencias psicológicas subjetivas, aunque lógicamente siempre van asociadas unas a otras.
Todos sabemos, por ejemplo, que se puede ser culpable de algo y no tener un claro sentimiento de culpabilidad. Y también es posible lo contrario: se pueden tener sentimientos patológicos de culpa sin un fundamento objetivo. Y sabemos también que se puede llevar una vida recta y cercana a Dios y, al tiempo, pasar por etapas de aridez interior o de desencanto. No siempre hay una relación directa entre hacer el bien y sentirse bien, pues a veces hacer el bien puede suponer un esfuerzo y un cansancio importantes, y en cambio hacer el mal puede traer un sentimiento pasajero de alivio o de liberación, aunque sea más o menos fugaz y a la larga desemboque siempre en una inevitable decepción.
Igual que en la salud del cuerpo no hay una relación directa entre la satisfacción con la que se come y el bien que ese alimento reporta al cuerpo (hay cosas que nos apetecen y no nos convienen, y al revés), en la vida interior tampoco se puede pretender establecer una relación directa entre la satisfacción psicológica inmediata y el bien de nuestra alma. Habrá ocasiones, por ejemplo, en que la oración no produzca apenas fervor o entusiasmo, pero no por eso deja de ser recomendable. Y habrá momentos de aridez en que Dios estará muy cerca de nosotros aunque parezca lejano. No quiere esto decir que esos contrastes deban ser lo normal, pues lo normal es que hacer el bien produzca satisfacción, y viceversa. De hecho, la buena educación de los sentimientos ha de buscar que el corazón aprenda a disfrutar haciendo el bien y a sentir disgusto haciendo el mal, que aprenda a querer lo que merece ser querido, es decir, a unir —en lo posible— el querer y el deber.
Si una persona, por ejemplo, siente desagrado al mentir y satisfacción cuando es sincera, eso sin duda le ayudará. Igual que si se siente molesta cuando es desleal, o egoísta, o perezosa, o injusta, porque eso le alejará de esos errores, y a veces con bastante más fuerza que muchos argumentos. Quiero con esto decir que hay que procurar educar los sentimientos para que ayuden lo más posible a la vida moral, pero sabiendo siempre que los sentimientos no son una guía moral segura.
Vida interior y psicología sana Se puede tener mucha vida interior a pesar de sufrir problemas psicológicos, pero la vida interior bien llevada y entendida debe contribuir a mejorar la propia psicología, puesto que proporciona equilibrio interior, facilita una mayor rectitud de vida, fortalece los resortes éticos, etc. En este sentido, hay numerosos estudios psicológicos que coinciden en señalar la influencia psicológica positiva que produce el hecho de tener un mayor sentido trascendente para la vida.
Durante las últimas décadas, hemos asistido en bastantes ambientes a un ascenso del individualismo y a un cierto declive de las creencias religiosas y del soporte moral proporcionado por la familia y la sociedad, y eso ha supuesto la pérdida de toda una serie de recursos útiles para amortiguar los reveses y fracasos de la vida. En la medida en que uno cuente con una perspectiva más amplia —como la creencia en Dios o en la vida después de la muerte—, los fracasos quedan inscritos en un contexto distinto, mucho más resistente al abatimiento y la desesperanza.
Psicologismo aséptico Muchas personas están preocupadas por sus propios defectos, que no logran superar. O por la educación moral de sus hijos, o de sus alumnos, o de los ciudadanos en general, pues ven que bastantes de esos problemas tienen la raíz en unas deficientes o insuficientes convicciones morales, criterios de conducta, ideales de vida, valores, etc. Pero muchas de esas personas, aun considerándose buenos creyentes, apenas cuentan con la fe a la hora de educarse o educar, y reducen todo a un psicologismo aséptico, lo cual me parece un error de graves consecuencias.
Es cierto que se puede tener una moral muy exigente sin creer en Dios. Y también es cierto que existen personas de gran rectitud moral que no son creyentes. Y se pueden encontrar doctrinas éticas respetables que excluyen la fe. Pero ninguna de esas razones hace aconsejable que una persona creyente aborde la lucha contra sus defectos o eduque a sus hijos como si no tuviera fe, o que ignore la importancia que tiene la religión en la educación moral de cualquier persona (incluido uno mismo).
De entrada, una ética sin Dios, sin un ser superior, basada sólo en el consenso social o en unas tradiciones culturales, ofrece pocas garantías ante la patente debilidad del hombre o ante su capacidad de ser manipulado. Una referencia a Dios sirve —y la historia parece empeñada en demostrarlo— no sólo para justificar la existencia de normas de conducta que hay que observar, sino también para mover a las personas a observarlas. Porque conocer la ley moral y observarla son cosas bien distintas, y por eso, si Dios está presente —sin pretender acomodarlo al propio capricho, se entiende—, será más fácil que se observen esas leyes morales.
En cambio, cuando se prescinde voluntariamente de Dios, es fácil que el hombre se desvíe hasta convertirse en la única instancia que decide lo que es bueno o malo, en función de sus propios intereses. ¿Por qué ayudar a una persona que difícilmente me podrá corresponder? ¿Por qué perdonar? ¿Por qué ser fiel a mi marido o mi mujer cuando es tan fácil no serlo? ¿Por qué no aceptar esa pequeña ganancia fácil? ¿Por qué arriesgarse a decir la verdad y no dejar que sea otro quien pague las consecuencias de mi error? Quien no tiene conciencia suficiente de que hay alguien superior a él que juzga sus acciones, se encuentra mucho más indefenso ante la tentación de erigirse como juez y determinador supremo de lo bueno y lo malo. Eso no significa que el creyente obre siempre rectamente, ni que no se engañe nunca; pero al menos no está solo. Está menos expuesto a engañarse a sí mismo diciéndose que es bueno lo que le gusta y malo lo que no le gusta. Sabe que tiene dentro una voz moral que, en determinado momento, le advertirá: basta, no sigas por ahí.
Sin religión es más fácil dudar si vale la pena ser fiel a la ética. Sin religión es más fácil no ver claro por qué se han de mantener conductas que suponen sacrificios. Cuando se niega que hay un juicio y una vida después de la muerte, es bastante fácil que las perspectivas de una persona se reduzcan a lo que en esta vida pueda suceder. Si no se cuenta con nada más, porque no se cree en el más allá, el sentido de última responsabilidad tiende a diluirse, y la rectitud moral se deteriora más fácilmente.
La realidad sobrenatural, además de ser objetiva, influye positivamente en la vida personal (proporcionando, por ejemplo, motivos eficaces para obrar bien), aunque está claro que la existencia de Dios no se reduce a una mera garantía para el valor de la moral.
Motivos humanos y motivos sobrenaturales Hay ocasiones en que los motivos de conveniencia natural para obrar bien nos impulsan con gran fuerza. Pero hay otras ocasiones —y no son pocas— en que esos motivos de conveniencia natural pierden peso en nuestra mente, por la razón que sea, y entonces son los motivos sobrenaturales los que toman un mayor protagonismo y nos ayudan a actuar como debemos. Prescindir de unos o de otros es un error moral y un error educativo de gran alcance. Por eso, los padres creyentes que dan poca importancia a la formación religiosa de sus hijos suelen acabar por darse cuenta de su error, pero casi siempre tarde y con amargura.
¿Y qué decir al que, a pesar de buscar a Dios, no tiene fe? Le diría que buscar a Dios es un paso importante y que, casi siempre, supone tener ya algo de fe. Si la búsqueda es sincera, tarde o temprano lo encontrará. Yo recomendaría a esa persona que pensara en su propia conducta y en la verdad, que reflexionara sobre qué está bien y qué está mal, y que procurara actuar conforme a ello, pues tal vez es Dios precisamente quien se lo está pidiendo, y al obrar bien se dispone a descubrir a quien es la fuente del bien.
Los santos, grandes conocedores del hombre “En las vicisitudes de la historia —explicaba Benedicto XVI en la Jornada Mundial de la Juventud en Colonia en 2005—, los santos han sido los verdaderos reformadores que tantas veces han remontado a la humanidad de los valles oscuros en los cuales está siempre en peligro de precipitar, y la han iluminado siempre de nuevo”. La historia muestra que los grandes evangelizadores, los que han protagonizado las grandes reformas en la Iglesia, los que han logrado mejoras notables en las costumbres en un país, los que han revitalizado instituciones… han sido los santos. Personas que han ofrecido un testimonio de vida, un ejemplo personal que remueve las inercias de la historia y de la debilidad personal.
Los grandes cambios en una colectividad humana suelen promoverlos las personas más santas, no las más sabias ni las más poderosas. Y, de manera semejante, podría decirse que los grandes cambios en una persona singular, los grandes avances en su mejora interior, vienen dados por su avance —aun incluso no advertido o no planteado a nivel consciente— en el camino de la santidad.
Transmitir el progreso científico o económico es relativamente fácil, pero transmitir los progresos morales siempre será difícil, pues requieren su asimilación personal y su empleo práctico. No basta con saber lo que es bueno, es necesario conducirse hacia el bien, habituarse a hacer el bien. De lo contrario, no hay mejora personal, sino un simple ilustrarse acerca de cómo se alcanza el bien. Es imprescindible, por tanto, el esfuerzo personal por adquirir esos hábitos que nos encaminan hacia el bien. Y eso resultará costoso siempre, en cualquier lugar o época, y necesitará del liderazgo de la santidad, del desarrollo de la vida de la gracia en el alma, de la iniciativa divina para despertar grandes ideales en el hombre.
Los santos, como grandes expertos en esas luchas interiores y como grandes comunicadores del evangelio, han sido de modo habitual grandes conocedores de lo que hay en el corazón del hombre. Quizá apenas hayan estudiado psicología pero son grandes psicólogos, conocedores de lo que conviene a las almas, pues el conocimiento de Dios arroja una luz insustituible para el conocimiento del hombre.
El atractivo del bien A muchos les inquieta la falta de sentimiento en su relación con Dios. Ven que los enamorados esperan su encuentro con ilusión, y en cambio los hombres no siempre anhelan de esa manera tratar a Dios o hacer el bien.
En el caso de los enamorados, la pasión cobra en esos momentos mucha fuerza, y les hace muy fácil sentirse atraídos por el bien deseado. También hay que decir que la pasión no es siempre una garantía ante la erosión del tiempo, y que incluso puede resultar peligrosa si no está bien gobernada por la inteligencia, pues no hay que olvidar que las pasiones también han producido muchos desatinos.
Pero es cierto que no siempre se anhela apasionadamente el bien. Muchas veces, simplemente porque no alcanzamos a ver la legítima recompensa asociada a ese bien. Pongamos un caso práctico de la vida diaria. Está claro, por ejemplo, que solo quienes alcanzan un buen nivel de formación y conocimientos, tras años de esfuerzo, pueden gozar de los bienes asociados a la cultura y la sabiduría. Cuando en el colegio un chico o una chica empiezan a estudiar unos datos de historia o de geografía, o unas leyes físicas o matemáticas, o ha de realizar cualquier otro esfuerzo propio de la vida escolar, esos chicos no siempre acertarán a vislumbrar de modo permanente la utilidad y los bienes asociados a esos estudios. O, por lo menos, no siempre los verán con tanta pasión como la del enamorado que espera ilusionadamente al objeto de sus amores. Algunos de esos chicos estudiarán con ilusión, y tendrán presente ese lejano bien que confían alcanzar. Pero muchos otros lo harán fundamentalmente por sacar buenas notas, agradar a sus padres, eludir un castigo o cosas semejantes. Son motivos que no parecen muy elevados. Y es cierto que hay que descubrirles bienes o fines más altos, pero no conviene ser utópicos. Ya irán descubriendo poco a poco la razón de esos estudios, y llegará un día en que comprenderán claramente su necesidad, y se alegrarán de haber aprovechado la oportunidad de no ser unos analfabetos. Nadie podrá indicar el día y la hora en que terminará una visión y comenzará la otra. Sin embargo, el cambio va teniendo lugar conforme se acerca a la posesión de la recompensa, que entonces ya desearán y agradecerán por sí misma.
Y algo parecido sucede con la llamada natural del hombre hacia el bien y hacia Dios. El anhelo de alcanzarlo está en nuestra naturaleza, aunque quizá no lo hayamos descubierto en muchos de sus aspectos, y nos falte motivación o conocimiento. Puede que haya momentos en que no veamos claras las ventajas de hacer el bien, o de tratar a Dios, que quizá se nos antoje vago y lejano, frente a las concretas y cercanas ventajas del mal. No es mala cosa en esos momentos pensar en el premio prometido. El acierto de nuestra vida depende radicalmente de nuestra capacidad de descubrir el bien y de decidirnos por él.
Por naturaleza, todo hombre busca el bien. El innato deseo humano de felicidad nos lleva hacia él. El mal en sí es algo negativo, y no puede, por tanto, ejercer atracción ninguna sobre el hombre. Lo que sucede es que el mal no suele presentarse químicamente puro, sino mezclado con cosas buenas, y nos atrae por los destellos de bien que lo recubren. Pero también en esto se demuestra la inteligencia, pues, al fin y al cabo, la manera más inteligente de utilizar la inteligencia es ser éticamente bueno.
Tenemos el mal pegado al cuerpo, y la lucha contra él no es nada sencilla. Por eso no debemos menospreciar ninguna ayuda. Y la de Dios es importante.