Cuenta Leopoldo Abadía que, en una ocasión, al acabar una conferencia, se le acercó una señora joven con dos hijos pequeños. Como aquel día, durante el coloquio posterior a la sesión, había salido la clásica pregunta sobre el mundo que les vamos a dejar a nuestros hijos, ella le dijo que lo realmente preocupante no era el mundo que íbamos a dejar a nuestros hijos sino, mucho más, qué hijos íbamos a dejar a este mundo.
A aquella mujer le sobraba sabiduría, y nos da a todos un interesante tema de reflexión. Me refiero a la importancia del papel de los padres, de los profesores, de todos los que contribuyen de una manera o de otra a la formación de las nuevas generaciones.
Se habla mucho de lo mal que está el mundo, del poco prometedor futuro que se vislumbra, de lo mal que lo hacen todos, pero quizá se habla poco de las responsabilidades que todos tenemos para arreglarlo. El mundo del futuro será como sean las personas a las que corresponda dirigirlo, y educar a esas personas es ahora tarea nuestra. Por tanto, lo fundamental es cómo se educa a los hijos en la familia y a los alumnos en la escuela, cómo se plantean las cosas en los medios de comunicación y de entretenimiento, cómo se concilian las tareas del trabajo y del hogar, cómo prestamos todos más atención a los valores que de verdad importan.
Es importante enfrentarnos a ese deber, sin diluir la responsabilidad y lanzarla siempre sobre otros. El curso que vaya a seguir el mundo se nos suele presentar como si fuera algo ajeno a nuestra responsabilidad, pero si pensamos en la educación de los que tenemos más cerca, eso ya no es algo tan lejano o tan difuso. Hay demasiada gente que trabaja hasta la extenuación por lograr para sus hijos una nueva comodidad, cuando lo que tiene que darles, porque es lo que de verdad necesitan, es una buena formación. El mejor legado que podemos transmitirles no son bienes o comodidades materiales, sino ayudarles a ser gente responsable, personas de mente sana, de mirada limpia, honrados, no murmuradores ni victimistas, sinceros, leales, buena gente. Porque si son buena gente harán un mundo mejor. Por eso, quizá hay que preocuparse menos de lo mal que está el mundo y ocuparnos más de dar una mejor formación a quienes dentro de poco tendrán que dirigirlo: que sepan distinguir lo bueno de lo malo, o de lo menos bueno, que no digan que todo vale, que piensen en los demás, que sean más sacrificados y menos egoístas.
El mundo se arreglaría bastante sólo con que cada uno se esfuerce un poco más en educar mejor a sus hijos o a sus alumnos. En eso todos podemos ser más competentes, más esforzados, más autocríticos. Tenemos que abandonar el consabido lamento sobre lo mal que está todo y entrar decididamente por la senda de la mejora personal, que es la mejor forma de educar a otros. Tenemos que dejar ya de repetir que la juventud es un desastre y empezar a pensar que, si realmente fuera así, los principales responsables de ese desastre somos nosotros. Tenemos que dejar de pensar que educar bien es cuestión de dinero, porque el dinero a veces permite educar mejor y otras veces lo pone más difícil. Tenemos que reconocer que la austeridad y la templanza son importantes, y que quizá por eso las etapas de auge económico en las familias o en las sociedades vienen seguidas con frecuencia por etapas de mediocridad, porque los excesos de comodidad pueden asfixiar la capacidad de esfuerzo y sacrificio que todos necesitamos. Tenemos que dejar de educar desde los paradigmas de hace dos o tres décadas, porque ya hay demasiada gente que se rige por los traumas de su infancia en vez de pensar en la realidad que hoy nos rodea.
Muchos educadores se desaniman al ver los escasos resultados de sus esfuerzos, pero me atrevo a decir que no hay empeño educativo que quede sin fruto. En primer lugar, porque siempre nos mejora a nosotros mismos, y eso ya es mucho, quizá lo principal. Y después, porque a largo plazo siempre acaban emergiendo los frutos de esos desvelos nuestros por educar mejor. Muchas veces nosotros mismos nos sorprendemos repitiendo frases o ideas que escuchamos mil veces a nuestros padres o profesores y que entonces parecían no influirnos lo más mínimo. O nos vienen con fuerza las razones o los buenos ejemplos que hace años observamos con reticencia pero que ahora nos parecen dignos de imitar o de seguir. No hay que desanimarse, hay que ayudar a la gente joven a esforzarse por ser mejor, y el mundo entonces será sin duda mejor.