Fue en el año 1519 cuando Hernán Cortés tomó aquella famosa determinación de “quemar las naves”, que ha pasado a la historia como símbolo de las decisiones que ya no tienen vuelta atrás. Se habían producido entre sus subordinados diversas intrigas que estaban sembrando la división, unos a favor de seguir adelante y otros que planeaban tomar algunas de las naves y regresar a Cuba. Ante esa posible deserción, opta por eliminar cualquier duda y, sobre todo, cualquier posible medio de escape. Como persona de decisiones meridianas que era, mandó barrenar y hundir la mayor parte de los barcos. De esta manera, sus hombres recibieron un mensaje inequívoco: luchar hacia adelante o morir.
Las crónicas de la época explican con detalle que las embarcaciones fueron barrenadas y hundidas en la costa, aunque la expresión “quemar las naves” comenzó a utilizarse enseguida para referirse a aquel emblemático episodio, sobre todo a partir de los relatos de Juan Suárez Peralta, historiador novohispano del mismo siglo XVI.
Con independencia del acierto de aquella expedición militar y de la subsiguiente y arriesgada decisión sobre sus barcos, quizá podemos sacar de todo ello una enseñanza para nuestra vida cotidiana. En el camino vital de cualquier persona, hay toda una serie de decisiones que pueden y deben tener un carácter definitivo: los principios y los valores por los que uno apuesta, los proyectos de largo recorrido a los que uno se entrega, la persona a la que une su vida, las nuevas vidas que se traen al mundo y, en fin, todas aquellas decisiones que no pueden ser revisables cada vez que surge una dificultad, puesto que son opciones que exigen una lealtad continuada.
Es cierto que saber rectificar una decisión mal tomada es muestra de sensatez. Pero quienes no terminan de decidirse, y dudan, tienen miedo, o se replantean todo una y otra vez, hacen de sus vidas un camino sinuoso y errático, en el que otros acaban decidiendo por ellos, puesto que, inevitablemente, toda persona acaba tomando un camino, y no otros, y al final, quien no opta con determinación por el suyo, acaba tomando, sin mucha reflexión, cualquier otro de los que la vida le depara.
Lealtad continuada al camino emprendido no significa irreflexión, ni lealtad ciega. Es obvio que todo camino atraviesa siempre momentos de oscuridad, y que ningún proyecto ofrece plena satisfacción de principio a fin. No se trata de eludir la pregunta frecuente sobre el sentido de lo que hacemos, o sobre la medida en que nuestros esfuerzos nos acercan realmente a la meta que buscamos. Se trata de que esa pregunta sobre el sentido de lo que hacemos no se convierta en una duda habitual, o en un replanteamiento constante de nuestros objetivos, o en su abandono cuando surgen contratiempos.
Y como contratiempos inesperados aparecen en todo camino, parece claro que, para llegar a buen fin, hay decisiones importantes y de cierto alcance que exigen un compromiso de no retorno, porque de lo contrario es previsible que, tarde o temprano, flaqueen nuestras fuerzas y abandonemos nuestro empeño sin esforzarnos lo suficiente.
Por eso, cortar la propia retirada, como hizo Hernán Cortés en aquel famoso episodio, puede ser una muestra de inteligencia práctica en la estrategia de motivación de la propia voluntad. Cuando una persona toma libremente una decisión a la que no quiere dejar opción de retorno, demuestra con eso que su entrega y su apuesta por ella son totales. Y hay unas cuantas decisiones en la vida que exigen ese tipo de apuesta valiente, porque, de lo contrario, la posibilidad de volverse atrás impide que se movilicen todos los recursos personales que podemos sacar de nuestro interior para llevar a feliz término esas empresas difíciles, como lo son, por ejemplo, formar una familia unida o ser fiel a una vocación o a unos principios a lo largo de toda la vida. Hacer elecciones definitivas y vivirlas con fidelidad es lo que ensancha la libertad y da sentido pleno a la existencia.