En un pozo profundo vivía una colonia de ranas. Llevaban su vida, tenían sus costumbres, encontraban su alimento y croaban a gusto haciendo resonar las paredes del pozo. Protegidas por su aislamiento, vivían en paz, y sólo tenían que guardarse del cubo que, de vez en cuando, alguien lanzaba desde arriba para sacar agua del fondo del pozo. Daban la alarma en cuanto oían el ruido de la polea, se sumergían bajo el agua, o se apretaban contra la pared, y allí esperaban hasta que el cubo era izado y pasaba el peligro.
Fue a una rana joven a quien se le ocurrió pensar que aquel cubo podía ser una oportunidad, y no un peligro como pensaban las demás. Allá arriba se veía algo así como una claraboya abierta, que cambiaba de aspecto según fuera de día o de noche, y en la que aparecían sombras y luces y formas y colores que hacían presentir que allí había algo digno de conocerse. Y, sobre todo, estaba el rostro de aquella bella figura con trenzas que aparecía fugazmente sobre el brocal del pozo al arrojar y recoger el cubo todos los días. Había que conocer todo aquello. La rana joven habló, y todas las demás se le echaron encima: «Estás loca. Nosotras hemos nacido para estar aquí, y es aquí donde nos va bien y somos felices. Fuera del pozo la vida es angustiosa y absurda. ¿Cómo te atreves a ir contra las costumbres de todas? ¿Es que una rana jovenzuela como tú puede saber más que la experiencia de todas nosotras?».
La rana jovenzuela esperó pacientemente la próxima bajada del cubo. Se colocó estratégicamente, y en el momento en que el cubo comenzaba a subir dio un salto sobre él, ante el asombro y el horror de la comunidad batracia. El consejo de ancianos abominó de semejante actuación y prohibió que se hablara de ella. Había que salvaguardar la seguridad de la vida en el pozo.
Pasaron los meses y un buen día la rana aventurera se asomó al brocal del pozo. Desde abajo, todas miraban sin atreverse a decir nada. La rana fugitiva les habló de cómo se vivía fuera, de la variedad de alimento, de la libertad, del sol y las plantas, de cómo había sitio para todas, porque era muy grande y nunca se acaba de ver lo que había a lo lejos.» Desde abajo, las fuerzas del orden advirtieron a la rana que, si bajaba, sería ejecutada por alta traición. Hubo mucho revuelo, y algunas ranas quisieron comentar la propuesta, pero las autoridades las acallaron enseguida y la vida volvió a la normalidad de siempre. Sin embargo, a la mañana siguiente, la niña rubia de las trenzas se quedó asombrada cuando, al sacar el cubo, vio que estaba lleno de ranas.
En sánscrito hay una palabra compuesta para designar a una persona estrecha de miras que se conforma con oír lo que siempre ha oído, y hacer lo que siempre ha hecho, lo que hace todo el mundo y lo que, según parece, han de hacer todos los que quieran seguir una vida tranquila y segura. La palabra es “rana-de-pozo” (kup-manduk) y ha pasado a las lenguas modernas indias con ese mismo sentido.
La rebeldía ante las ofuscaciones de nuestro entorno siempre ha sido un impulso regenerador de la vida de las personas, de las organizaciones y de la sociedad entera. Y quizá hoy la rebeldía tenga que dirigirse sobre todo contra las múltiples formas de gregarismo y de uniformización de mente que promueven las poderosas industrias del ocio, los lobbies de la corrección política o las dictaduras ideológicas del momento. Hoy, como ayer, es preciso rebelarse ante el pensamiento precocinado, ante las imposiciones de lemas aborregantes o ante las simplezas que se repiten hasta la saciedad sin que nadie tenga el valor de contradecirlas. El acallamiento de la sensatez es una de las mayores desgracias que se pueden abatir sobre cualquier colectividad, y nuestro deber es pensar por cuenta propia y tener el valor de decir en voz alta lo que pensamos. Tener la audacia de desmarcarnos de “lo que se debe pensar”, de lo “políticamente correcto”. No dejarnos impresionar por el discurso casposo de quienes ridiculizan todo lo que se sale de su boca. Y si es preciso, dar un salto valiente, aunque al principio sea en solitario, sin dejarnos paralizar por el razonable conformismo de los antihéroes.