Juan Manuel de Prada ha descrito, con su habitual agudeza, el admirable renacer de la ciudad de Dresde, comparable al resurgir del Ave Fénix. La noche del 13 de febrero de 1945, la aviación aliada sobrevoló la capital de Sajonia, como una banda de pajarracos apocalípticos, y descargó sobre ella una sementera de pólvora que la redujo cenizas y diezmó a sus habitantes. Sesenta mil personas fueron devoradas por la ceguera homicida de las bombas, mientras los palacios e iglesias de la ciudad se desmoronaban estrepitosamente, alumbrando la pira del odio. Se conservan fotografías que retratan la fisonomía de Dresde después de aquella noche pavorosa, con todo su esplendor versallesco reducido a ruinas, entre las que afloran, aquí y allá, como crisantemos calcinados, miles de cadáveres con los ojos aún apresados por el sueño y, sin embargo, abiertos a la epifanía de la crueldad. Los edificios quedaron convertidos en acantilados de pesadilla, entre el fragor del humo y el silencio de la muerte. Aquella noche las aguas del Elba desfilaron con esa lentitud mortuoria de los animales heridos, y la hierba que crece en sus riberas se agostó, condecorada por el luto y la lluvia de ceniza que durante días cayó sobre la ciudad.
Pero la vida es obstinada como un péndulo, y Dresde resucitó de aquella mortandad. Sus habitantes, guiados por ese fervor unánime que enaltece a los perseguidos, supieron sobreponerse a los sucesivos saqueos (primero el nazi, que desvalijó sus pinacotecas por considerar que albergaban un “arte degenerado”; después el del bombardeo de las tropas aliadas; y por último el soviético, que aprovisionó sus museos a costa de los de la ya tan expoliada ciudad), y aquellos hombres desdichados supieron transformar el rencor en un terreno fértil que, sin renegar de la memoria, impulsase su renacimiento. Mediante suscripción popular, las iglesias y palacios fueron nuevamente levantados, hasta que la ciudad recuperó su aspecto primigenio. Hoy, los edificios más emblemáticos de Dresde mezclan, como en un puzzle, las piedras limpias de la restauración con las piedras anteriores a la guerra.
Contemplando ese panorama de pundonor ciudadano, que efectivamente nos recuerda aquel formidable pájaro mitológico que renacía de sus propias cenizas, resalta ante nuestros ojos la capacidad del hombre para rehacerse. Toda persona pasa por situaciones de crisis, en las que todo parece impulsarnos a desistir, en las que abandonarse a la desgracia parece lo más razonable. Son crisis más o menos profundas, y en un sentido amplio podría decirse que todos pasamos cada día por varias de ellas. Son batallas menudas, en las que se va templando nuestro ánimo, en las que aprendemos a tomar esas pequeñas decisiones que forman en nosotros un modo de reaccionar ante lo que nos contraría, en las que afrontamos un contratiempo o nos dejamos llevar por su estela de pesimismo y abatimiento.
Es preciso educar y educarnos en lo que podríamos llamar vitalidad, en la capacidad de rehacernos. Y para ello hay que aprender a controlar esas funciones psíquicas internas que nos proporcionan sentimientos de audacia y de magnanimidad, de entusiasmo y de constancia. Eso es lo inteligente, pues la inteligencia es mucho más que hacer razonamientos o resolver problemas formales: la inteligencia ha de dirigir nuestra motivación, llevar hábilmente la negociación con nuestras limitaciones, y también saber resistirse cuando ve que nos rendimos antes de tiempo. Porque muchas veces admitimos demasiado pronto que no somos capaces de resolver un problema, o que el problema no tiene solución, cuando el verdadero problema es nuestra precipitada cancelación del esfuerzo.