Siempre llama la atención que a principios del siglo XXI una fábula siga siendo ejemplificante, pero el éxito editorial de ¿Quién se ha llevado mi queso? parece demostrar que así es. La historia de esta fábula está protagonizada por dos ratoncillos y dos hombrecillos que vivían en un laberinto y dependían del queso para alimentarse. Habían descubierto una estancia repleta de queso, y vivían allí muy contentos desde hacía años. Pero un buen día se encontraron con que el queso se había acabado.
La reacción de cada uno de los personajes fue distinta. Unos siguieron buscando en la misma estancia, aunque era patente que ya no quedaba nada, pero se obstinaron en que “aquí siempre ha habido queso”, y en que “siempre lo hemos hecho así”, de manera que ni se plantearon cambiar sus inveteradas costumbres. Otros, que habían advertido tiempo atrás que el queso se acababa, se habían preocupado de buscar en otros lugares del laberinto y ya disfrutaban de quesos mejores y más variados. Y de los que no fueron previsores, hubo quien al final admitió su error y quien nunca quiso hacerlo.
No pretendo contar ahora la historia completa, pero esta fábula simple e ingeniosa puede ayudarnos a comprender que la mayoría de las cosas de la vida son cambiantes, y que las fórmulas que sirvieron en su momento… pueden quedar obsoletas más adelante. El queso representa cualquiera de las cosas que queramos alcanzar. El laberinto es el mundo real, con zonas desconocidas y peligrosas, callejones sin salida, oscuros recovecos… y habitaciones llenas de queso, unos de mejor calidad y otros peores. Cada uno tenemos nuestra propia idea de lo que es el queso, y de dónde buscarlo. Si lo encontramos, casi siempre nos encariñamos con él, y si lo perdemos o nos lo quitan, la experiencia suele resultar traumática.
Cada uno de nosotros acumula a lo largo de la vida toda una serie de costumbres, modos de hacer y experiencias prácticas que determinan un estilo de trabajar y de vivir. Un buen día podemos encontrarnos con que todas esas rutinas no funcionan bien, y que deben cambiar. Esto puede suceder porque ha habido un cambio importante (en el trabajo, en la vida familiar, en la salud, en la amistad, o en lo que sea), y tenemos que adaptarnos a la nueva situación. También puede ser porque, sencillamente, advertimos que llevábamos una línea equivocada, y nuestro queso no es bueno. Podemos entonces sentirnos enfadados o frustrados, pero también podemos comprender que la vida inteligente supone cambios, como sucedió a esos personajes que de pronto se encontraron sin el queso de siempre, y unos supieron adaptarse y otros no.
Con esto no quiero decir que todo en la vida sea cambiante, ni que debamos cambiar nuestros principios ante unas circunstancias nuevas, porque precisamente lo que nos hace poder adaptarnos a los cambios es tener una base firme sobre la que apoyarnos. Pero no todo en la vida son principios. Hay cosas que siempre hemos hecho, que quizá nunca habíamos pensado en cambiar, pero un buen día debemos ser valientes y cambiar.
Esto exige un cierto sentido de aventura, un afán de renovarse, de hacerse cargo de la complejidad del mundo en que vivimos y de cuáles son sus claves. Los que saben adaptarse a los cambios suelen ser aquellos que se interesan por las personas, por la cultura, por la historia, por todo. Saben otear el horizonte. Hacen preguntas y se sienten interesados. Escuchan con atención y procuran aprender de todos, sin etiquetarlos por sus éxitos o errores del pasado. Redescubren a la gente cada vez que se encuentran con ella. Perciben nuevos brillos en los viejos rostros. Son flexibles y autónomos. No tienen miedo a introducir nuevos factores que mejoren su vida, aunque les exija verdadero esfuerzo, y aunque vean que a su alrededor otros menosprecian esos valores.
Saber adaptarse a los cambios exige un dinamismo que es propio de quienes son constantes y pacientes; de quienes escuchan con interés y ejercitan su mente leyendo, observando y escribiendo; de quienes procuran reflexionar con hondura y, si tienen fe, dedican tiempo a profundizar en ella y a hacer que impregne de modo profundo y cabal sus vidas.
Es evidente que todo esto requiere tiempo, pero se trata de un tiempo muy bien invertido. Hay toda una serie de pequeñas victorias diarias que pueden cambiar el rumbo de una vida. Cuando una persona dedica tiempo a su formación, incorpora a su vida todo un estilo de abordar las cosas que cambia por completo el resultado final.