Sophie Scholl había nacido en 1921 y era hija del alcalde de Forchtenberg am Kocher. En 1937 sus hermanos fueron arrestados por participar ilegalmente en el Movimiento Católico de las Juventudes Alemanas, y eso le hizo vivir muy de cerca la agresividad y la perversión del nazismo.
En mayo de 1942 se matriculó en la Universidad de Munich, como estudiante de Biología y Filosofía. Su hermano, Hans Scholl, también estudiaba Medicina en el mismo lugar. Ambos comenzaron enseguida a frecuentar el trato con artistas, escritores y filósofos, especialmente con Carl Muth y Theodor Haecker. La cuestión que más debatían era cómo debía actuar un cristiano bajo aquella dictadura. No era una resistencia fácil, pues, por ejemplo, su padre acababa de ingresar en prisión por un comentario crítico sobre Hitler que hizo ante un funcionario.
Por entonces, empezaron a aparecer en la Universidad de Munich algunas pintadas y panfletos de un movimiento denominado “La Rosa Blanca”. Sophie se sintió atraída de inmediato por esas ideas, y unas semanas después se enteró de que su hermano Hans y sus amigos eran los principales miembros de ese grupo, que se estaba extendiendo rápidamente por toda Alemania.
Con su apariencia inofensiva y su discreto atractivo, Sophie se encargó de transportar propaganda a otras ciudades y de ayudar a formar células a nivel nacional. Pronto, ambos hermanos lideraban el grupo. Casi todos habían vivido de cerca la guerra, en diversos frentes, y habían sido testigos de las atrocidades nazis, tanto en los campos de batalla como entre la población civil.
En febrero de 1943, decidieron tomar una postura más enérgica y difundieron escritos aún más audaces y pintaron eslóganes antinazis por todo Munich, sobre todo en las puertas de la Universidad. Los dos hermanos acudieron allí la mañana del 18 de febrero de 1943, un poco antes de la hora de la salida de las clases. Ya habían distribuido la mayoría de la propaganda en diversos lugares clave, cuando Sophie decidió subir las escaleras hasta lo alto del atrio y lanzar sobre los estudiantes los últimos papeles que les quedaban. En ese momento fue vista por un conserje, que cerró las puertas del edificio y avisó a la policía. Ambos hermanos fueron arrestados y los otros miembros activos del grupo cayeron en los siguientes días.
La Gestapo colocó en la misma habitación de Sophie a una mujer llamada Elsa Gebel, para espiarla y obtener más nombres de los miembros del grupo. Sin embargo, sucedió lo contrario, pues Elsa cambió sus convicciones al escucharla y no reportó nada a la Gestapo. Después de la guerra, Elsa Gebel describió, en una carta dirigida a los padres de Sophie, cómo, en esos últimos cinco días de la vida de su hija, ella había cambiado toda su forma de pensar y eso le había marcado para siempre.
El 22 de febrero de 1943 comparecieron ante un tribunal presidido por Roland Freisler, Juez Supremo del Tribunal del Pueblo de Alemania, que les declaró culpables de traición y fueron condenados a morir en la guillotina ese mismo día. Los demás miembros clave del grupo fueron también decapitados aquel verano. Pese a ello, la organización continuó, elaboró nuevas publicaciones clandestinas y creció el número de células de resistencia contra el Régimen.
En años posteriores, los hermanos Scholl han sido inmortalizados en el cine y en el teatro, en obras como “La Rosa Blanca” o “Los últimos días”, donde se narran esos últimos días de su vida, basados en entrevistas con supervivientes y transcripciones que permanecieron ocultas en los archivos de la RDA hasta 1990.
Hoy, muchas calles, parques, avenidas y escuelas de Alemania llevan el nombre de los hermanos Scholl. Su historia es un ejemplo de la resistencia absoluta con que supieron rebelarse ante algo que a casi todos parecía la obvia e inevitable aceptación de una gran injusticia. Combatían sin apenas medios contra la impresionante potencia del Tercer Reich. Hacían frente al aparato político y militar nazi provistos únicamente de un ciclostil con el que difundían sus proclamas contra Hitler.
Eran jóvenes y no querían morir. Les disgustaba perder el encanto de vivir, como dijo muy tranquila Sophie el día de la ejecución. Pero sabían que la vida no es el valor supremo, y que solo satisface realmente cuando se pone al servicio de algo que es más que ella, que la ilumina y calienta con tanta claridad como nos ilumina y nos calienta el sol. Tenían el convencimiento de que la muerte no era un precio demasiado alto a pagar por seguir los dictados de la conciencia. Por eso marcharon serenos a su encuentro, sin miedo, sabiendo que morían defendiendo algo grande, algo en lo que creían. “¿Qué importa mi muerte —afirmó Sophie—, si a través de nosotros miles de personas se despiertan y comienzan a actuar?”.