En la sociedad actual –escribo glosando ideas de Joseph Ratzinger–, gracias a Dios, se multa a quien deshonra la fe de Israel, su imagen de Dios, sus grandes figuras. Se multa también a quien vilipendia el Corán y las convicciones de fondo del Islam. Sin embargo, cuando se trata de lo que es sagrado para los cristianos, la libertad de opinión aparece como un bien supremo cuya limitación resultaría una amenaza contra la tolerancia y la libertad.
El hecho sorprendente de que en el mundo occidental se castiguen con rigor las afrentas a cualquier religión menos a la cristiana, contrasta de modo notable con las evidentes raíces cristianas de nuestra sociedad, que han favorecido a lo largo de su historia un enorme avance, tanto moral y social como de desarrollo científico y económico. Occidente sufre una extraña falta de autoestima por su historia, por las raíces que le han dado su actual fuerza. Se advierte en esto una especie de complejo, que sólo cabe calificar de patológico, de una sociedad que intenta –y esto es digno de elogio– abrirse llena de comprensión a valores externos, pero que parece no quererse a sí misma; que tiende a fijarse siempre en lo más triste y oscuro de su pasado, pero que no logra percibir los valores de fondo sobre los que se fundamenta.
Nuestra sociedad necesita de una nueva aceptación de sí misma, una aceptación ciertamente crítica y humilde, pero sin caer en el abandono o la negación de lo que le es propio. La multiculturalidad no puede subsistir sin puntos de referencia. Y no puede subsistir, por ejemplo, sin respeto hacia lo sagrado. Se trata de un punto fundamental para cualquier cultura: el respeto hacia lo que es sagrado para otros, y el respeto a lo sagrado en general, a Dios. Y esto es perfectamente exigible también a aquel que no cree en Dios. Allá donde se quebrante ese respeto, algo esencial se hunde en una sociedad, porque la libertad de opinión no puede destruir el honor y la dignidad del otro.
Para las demás culturas del mundo, la profanidad absoluta que se ha ido formando en Occidente es algo profundamente extraño. Están convencidas que un mundo sin Dios no tiene futuro. Por eso es aún más necesario que la multiculturalidad respete y proteja también nuestros valores cristianos, al menos con la misma fuerza con que se abre a otros. Porque el respeto a los elementos sagrados del otro sólo es posible si lo sagrado, Dios, es respetado. Y los que somos cristianos, ciertamente podemos y debemos aprender de lo que es sagrado para los demás, pero también es deber nuestro mostrar en nosotros el rostro de Dios, de ese Dios que tiene compasión de los pobres y de los débiles, de las viudas y de los huérfanos, del extranjero; del Dios que hasta tal punto es humano que él mismo se ha hecho hombre, un hombre sufriente, que sufriendo junto a nosotros da dignidad y esperanza al dolor.
El destino de una sociedad depende siempre de minorías activas y con convicciones. Los cristianos consecuentes deberían verse a sí mismos como tales minorías creativas y contribuir a que nuestra sociedad recobre nuevamente lo mejor de su herencia y sepa ponerla al servicio de toda la humanidad. De lo contrario, el acervo de valores de Occidente, su cultura y su fe, aquello sobre lo que se basa su identidad, entrará en un grave declive, justo en esta hora en que tan necesario es su vigor espiritual para mejorar el mundo en que vivimos.