El gabinete de crisis que en 1961 ideó la invasión de Cuba mediante un desembarco en la playa de Bahía Cochinos ha sido motivo de estudio durante décadas. Aquella sucesión de reuniones que acabaron en tan desastrosa decisión se ha considerado una interesante muestra de cómo un equipo de personas inteligentes y capaces, sin especiales problemas de relación entre ellos, puede cometer colectivamente errores garrafales.
Kennedy preside la reunión decisiva. No quiere imponer su opinión. Quiere saber lo que piensan los demás. Los allí presentes no son colaboradores serviles. No tienen por qué sentir miedo a decir abiertamente lo que piensan. Pese a todo, flotan en el ambiente algunas emociones muy sutiles que les empujan a no expresar abiertamente las dudas que por supuesto tienen. Se sienten forzados a acallar esas dudas porque no quieren un enfrentamiento con los partidarios de una acción que tiene grandes riesgos. Mantener la unidad del equipo, un valor que siempre han defendido como algo fundamental, se yergue en ese momento como un obstáculo enorme. El clima amistoso de la reunión, en aquel fatídico momento, resulta un gran enemigo del pensamiento crítico e independiente.
Un grupo de personas brillantes y leales llevan a Kennedy a un plan descabellado en el que mucha información relevante queda silenciada en el momento decisivo. El deseo de crear un entorno de confianza, optimismo y unidad, hace enmudecer la disconformidad leal y honesta. Algunos estudiosos de aquel momento histórico hablan del efecto de un atávico sentimiento de “camaradería”, propio de un grupo de muchachos que se sienten a gusto entre ellos mismos, con ese espíritu combativo de quienes se perciben como un poderoso actor en cualquier escenario, y que acaban por asumir un “pensamiento grupal”, en este caso sustentado en un sentimiento de superioridad que les hace sentirse invulnerables ante unos oponentes bastante menos listos, o incluso un poco estúpidos. Presunciones todas ellas de una imperceptible raíz etnocéntrica, inclinadas a subestimar a los demás y reforzadas por el miedo a desentonar dentro de su fuerte sentimiento de pertenencia al grupo.
Otros señalan como causas de aquel fracaso la falta de un estudio más profundo, la dispersión entre muchos otros temas, la escasez de tiempo dedicado (algunos hablan de que el presidente y sus principales consejeros no le pudieron dedicar más de 45 minutos consecutivos cada vez que lo discutieron), así como las dudas e improvisaciones que llevaron en el último momento a una sucesión de órdenes y contraórdenes.
En los equipos de dirección de cualquier organización pueden presentarse situaciones parecidas. Ambientes que se prestan a la tentación de silenciar o maquillar la información que no se ajusta a lo que se ha decidido o se quiere decidir. Son riesgos que aconsejan, a la hora de configurar equipos, que además de buscar la buena sintonía y la compatibilidad entre las personas, se procure contar con personas que aporten una visión diferente, un contexto más amplio, e incluso un poco de heterodoxia o de disrupción.
No es difícil encontrarse con personas que individualmente son prudentes y sensatas, pero reunidas en un determinado equipo manifiestan un pensamiento colectivo que les hace decidir y actuar de manera diferente. Igual que la colegialidad protege de la tiranía, también a veces deriva hacia diversas patologías. El equipo puede traer inteligencia colectiva a la limitada visión de un individuo aislado, pero también puede confundirlo. Puede diluir la responsabilidad, o ser refugio de racionalizaciones interesadas, de falsos consensos, de cobardías de grupo o de ensueños colectivos. Como siempre, se trata de equilibrar los riesgos y capacidades, según sea el perfil de cada uno de los que componen esos equipos, para armonizar la responsabilidad personal con la colectiva.