“Con ése se puede hablar, no parece una persona mayor”. Así se explicaba, refiriéndose a un profesor suyo, un chico de catorce años en un comentario informal con un compañero de colegio.
Al oírlo, me quedé pensativo. Me preguntaba por qué pensaría ese chico que con la mayoría de las personas mayores no se puede hablar. Descalificar sin más esa desenfadada apreciación juvenil me parecía demasiado simple, demasiado cómodo. Es más, puede que fuera un buen modo de confirmarla. Era preciso abordar ese asunto con un poco más de autocrítica por parte de la gente adulta. Tengo unas ideas al respecto y voy a intentar explicarlas.
Hay personas inseguras, que no logran detener su tendencia a alimentar sus dudas, que se atormentan de continuo con perplejidades y vacilaciones. Para decidir cualquier cosa necesitan apoyo, respaldo, adhesión. Sin embargo, es bastante corriente que esas personas tengan miedo a manifestar su inseguridad, y por eso procuran esconderla, al menos ante aquellos con quienes no tienen una gran confianza. El resultado es que, al menos de modo habitual, las personas inseguras no suelen transparentar su inseguridad, sino que intentan mostrarse exteriormente como seguras y decididas. En muchos casos, además, esa actitud se convierte en una inseguridad hipercompensada, que les lleva a hablar con gran rotundidad de cosas de las que en absoluto están convencidas, o a mostrarse muy decididas cuando no está nada claro que lo estén.
Hay otras personas cuyo problema es el contrario, aunque el resultado final tenga un cierto parecido. Son aquellas que por naturaleza tienen un exceso de evidencias y seguridades. Piensan, hablan y actúan pisando fuerte. Sus ideas suelen ser claras y rotundas. Tienen poca capacidad de sorpresa y poco afán de aprender. Su mente parece como si estuviera ya casi terminada. Parecen estar ya en posesión completa de la verdad. Cuando hablan, aleccionan. Les cuesta hacerse cargo de la situación emocional de los demás, y por eso hablan con poca oportunidad. Con facilidad descalifican o estigmatizan a quienes piensan de otra manera. Sus esquemas mentales están tan cerrados que cualquier nuevo dato siempre refuerza sus anteriores ideas. Apenas piensan en replantearse si sus ideas son acertadas, o si son las mejores, sino que todo nuevo dato es siempre a su favor, todo lo que escuchan les confirma en su línea de siempre. Como suelen ser simples, tienden a hacer apreciaciones de grupo: bueno es lo mío, o lo de los nuestros; malo es lo que no es mío, o no es de los nuestros. No juzgan las ideas, sino sobre todo –o exclusivamente– de dónde parten, de quiénes son. Están como blindados ante el embate de cualquier pensamiento de autocrítica.
Se les distingue con facilidad al verles comportarse en una conversación. Los años de vivir en esa actitud les han llevado a unos modos de manejarse que les hacen difícil escuchar. Están pensado en lo que van a decir a continuación. Y si no pueden colocar, se distraen enseguida, y entonces quizá preguntan lo que se acaba de decir. Piensan que tienen la razón, y con facilidad interrumpen, no dejan terminar al otro, porque no escuchan sino que ya han juzgado y sólo piensan en colocar su idea o, como mucho, en convencer a su interlocutor.
Quizá estoy describiendo casos un tanto extremos. Podríamos dibujar un perfil más moderado, en el que todos, de una manera u otra, nos deberíamos ver interpelados, porque a todos nos sucede en mayor o menor grado. Lo malo es que, al leer esto, casi todos pensamos en lejanos personajes intratables, y no nos damos cuenta de cuándo nos pasa eso precisamente a nosotros. ¿Por qué no se reconocen –o no nos reconocemos– al ser descritos? Quizá porque nos conocemos poco, porque tenemos miedo a cambiar, a plantearnos dudas sobre modos de ser que son refugios que nos parecen cómodos y en realidad son oscuros y fríos.
¿La solución? Despertar interés por las cosas. Aprender a escuchar. Infundir amor por la reflexión serena, por explicar las razones de las cosas, por facilitar la comunicación fluida entre las personas. Hacer un esfuerzo por ponerse en la mente de los demás, por preguntar y escuchar hasta entender las razones del otro, y sólo entonces exponer las propias, si es que resulta necesario.
A esto habría que añadir quizá una cierta defensa de la perplejidad, un esfuerzo por no trivializar lo complejo, por no etiquetar las cosas de forma simple para así rechazarlas con una contundencia que resulta penosa. No se puede estar diciendo constantemente que esto es así y ya está, porque la realidad suele resistirse a esos juicios y esos diagnósticos tan simplificantes.
Es lógico que, con los años, cada uno se vaya formando opinión sobre las cosas. Esto es positivo, evidentemente. Pero si eso nos lleva a tener una actitud de cerrar la mente, de dar las cosas ya por definitivamente resueltas, eso es a la larga un error de graves consecuencias. Porque incluso nuestras convicciones más profundas precisan reflexión, exigen que procuremos mejorar su fundamentación, que nos esforcemos por avanzar en esa autoexplicación de nuestros propios principios. Hay que saber expresar nuestras ideas, saber responder a las objeciones que a ellas se planteen, en vez de descalificarlas sin razonamiento alguno. Es preciso ejercitarse en un sano y oxigenante debate intelectual de contraste con otras ideas. Es lo que pienso que nos falta a muchos adultos, y lo que hace que a veces la gente joven nos vea como nos veía aquel muchacho de catorce años.