Reg Revans nació en Portsmouth en 1907. Entre sus recuerdos de niño está la figura de su padre, que era inspector marítimo y formó parte del equipo investigador del hundimiento del Titanic., hablando con supervivientes de la tragedia. Cuando más adelante le preguntó qué había aprendido de todo aquello, su padre respondió: “me ha servido para conocer la diferencia entre la inteligencia y la sabiduría”, y siempre recordó aquella frase como un principio que conservó durante toda su vida.
Reg hizo un doctorado en astrofísica en la Universidad de Cambridge, al tiempo que practicaba el atletismo, llegando a participar en las pruebas de salto de longitud y triple salto en los Juegos Olímpicos de 1928 en Amsterdam. Posteriormente obtuvo una beca para estudiar en Michigan. A su regreso a Cambridge trabajó en un departamento del Laboratorio Cavendish donde había cinco premios Nobel. Revans evocaba con frecuencia su recuerdo de Albert Einstein diciéndole: “Si usted piensa que está entendiendo un problema, asegúrese de que no se está engañando a sí mismo”, y explicaba cómo aquellas palabras de aquel hombre tan eminente le llevaron a desarrollar toda una serie de ideas, que le harían famoso, sobre el papel de la “persona no experta” como un factor decisivo para resolver problemas.
Revans siempre insistió en la importancia de desarrollar la capacidad de hacerse preguntas interesantes, y cómo eso era un elemento decisivo para mejorar cualquier proceso de aprendizaje. Hacerse preguntas que tengan su origen en experiencias, preguntas hechas en el momento adecuado, tomándoselas en serio: todo eso es una enorme fuente de nuevos conocimientos, sobre todo cuando el entorno en el que trabajamos está sometido a cambios.
Con el tiempo, se fue interesando cada vez más por la formación y la gestión. Trabajó en diversas ciudades y finalmente se trasladó a Bélgica, donde dirigió un proyecto interuniversitario para mejorar el ranking del país en la Organización para la Cooperación y el Desarrollo. Trabajó con las mejores empresas y universidades, y sus enfoques sobre la colaboración lograron elevar sensiblemente las tasas de crecimiento de la productividad industrial. Viajó por todo el mundo y escribió sus libros más famosos. Sus aportaciones se centraron en la idea de que el aprendizaje mejora cuando, además de tener el conocimiento programado propio del aprendizaje tradicional, se pone empeño en enriquecerlo constantemente trabajando en equipo, compartiendo los problemas con los demás, tomando distancia respecto a las respuestas habituales y siendo capaz de analizarlas críticamente.
Una de sus frases más célebres fue aquella que aseguraba que “una persona, una institución o una sociedad deben aprender al menos a la misma velocidad con la que cambia su entorno”. Todos estamos en un permanente proceso de aprendizaje, y quizá el más importante es el que podríamos llamar aprendizaje estratégico, ese conocimiento que se establece a un nivel superior, cuando se tiene una visión más amplia y más profunda de los problemas que en ese momento nos conciernen o que se pueden presentar en el futuro. Una visión que nos lleva a hacernos preguntas que otros no se hacen, o que no se atreven a hacerles a otros. Una sabiduría que nos hace advertir detalles que a otros pasan inadvertidos, o que nos hace dar importancia a pequeñas señales que nos indican el principio de un cambio o, por el contrario, que nos enseñan a no dar importancia a lo que ahora parece muy importante pero que, con una mirada más amplia, no es tan importante o tan permanente como a primera vista parece.
Darwin decía que las especies que más han sobrevivido no son las más fuertes sino las que han tenido más capacidad de adaptarse. Algo parecido podría decirse de nuestra capacidad de adaptarnos al cambio. Y adaptarse al cambio no siempre es para plegarse a su impulso, sino, muchas veces, precisamente para saber prepararse y afrontar su empuje sin dejarse abatir por él.