“Astérix y la cizaña” es quizá uno de los mejores álbumes de Astérix el Galo, ese simpático personaje creado por René Goscinny y Albert Uderzo hace ya más de medio siglo. Esta vez, la historia está protagonizada por Detritus, un curioso hombrecillo que tiene la extraña habilidad de lograr que, allá donde está, las personas se enfadan y discuten entre sí. Es un sembrador constante de discordia que, con sus continuas intrigas, viene a turbar la paz que reinaba en el pueblecito galo. Nada más llegar, consigue enemistar a Astérix con Abraracúrcix, y después con Obélix. Luego, organiza otro malentendido para hacer creer a los habitantes de la aldea que Astérix ha revelado el secreto de la poción mágica y ya la tienen los romanos.
Hasta entonces, los habitantes de aquel lugar habían vivido en armonía. A medida que son enredados en las maquinaciones del recién llegado, los personajes aparecen en las viñetas pintados de color verde, es decir, figuran como afectados por el temible virus de la discordia. Detritus va sembrando la cizaña por doquier: en el palacio de César, en la aldea, en la galera y en el campamento romano. Y todo eso le produce una intensa satisfacción, como queda reflejado en la portada, donde aparece en primer plano, frotándose las manos mientras observa el espectáculo de desconcierto que ha creado.
Todos conocemos personas que nos recuerdan un poco a este personaje. Allá donde están, enseguida surge la cizaña: siembran la desunión, crispan el ambiente, lo enredan todo. Al poco de aparecer en cualquier sitio, las desavenencias aumentan, crece la distancia entre las personas, el ambiente se estropea y florecen la murmuración y la desconfianza.
Por fortuna, hay también muchas otras personas que son todo lo contrario. Donde están, reina el entendimiento y la concordia. Cuando se produce un conflicto, son conciliadores, ayudan a considerar el problema con mayor perspectiva y procuran hacer descubrir el sentido de las razones de los demás. Se esfuerzan en conocer bien a cada uno y en lograr que unos y otros se complementen. Al creer en los demás, no dudan en dar confianza a las personas que les rodean. Como no son envidiosos, no se sienten amenazados por que otros puedan ser mejores que ellos. Tampoco sienten necesidad de controlarlo y fiscalizarlo todo. No reducen su mirada a lo propio. Buscan soluciones imaginativas que resuelven problemas que parecían bloqueados por viejas diferencias.
Quizá una de las causas más comunes de la discordia sea la deslealtad. Por eso, cualquier colectivo humano que quiera alejar de sí el virus de la discordia, debe asumir, entre otros, el compromiso de no hablar mal de los demás a sus espaldas. Como recuerda el dicho popular, “si quieres ganarte a los presentes, sé leal con los ausentes”. Cuando se actúa con esa rectitud, cuando alguien se niega a denigrar al ausente, o a dar crédito a simples rumores o suposiciones, inmediatamente pensamos que en esa persona podemos confiar, que con ella tenemos las espaldas bien guardadas. Porque esa persona pone sus principios y su honestidad por encima del deseo de agradar o de seguir la corriente de quien le habla.
Las deslealtades suelen empezar poco a poco, sin que uno se dé mucha cuenta, en pequeños detalles, generando estilos de doble juego, de lealtades interesadas que apestan a deslealtad. Y cuando uno se quiere dar cuenta, está enredado en una trama de disimulos y falsedades, en un compadreo de ingratitudes nacido de gratitudes traidoras. Sería interesante examinar con qué cuidado hablamos de cada uno, si tratamos con la suficiente consideración a todos, si guardamos el respeto que todos merecen, también en su ausencia: de forma que si el interesado estuviera presente, quedara agradecido por el modo en que se habla de él.