Immaculée Ilibagiza tenía entonces 22 años. Era una estudiante universitaria de raza tutsi. Cuando estalló el conflicto, en el mes de abril de 1994, ella se refugió junto con otras siete mujeres en un pequeño cuarto de baño en la casa de un pastor hutu que se atrevió a esconderlas allí. El baño apenas tenía dos metros cuadrados, pero estaba bien oculto detrás de un gran armario que desplazaron para tapar la puerta de entrada. Desde su escondite escuchaba a sus vecinos, que hasta entonces creía amigos, y les oía gritar llenos de ira que iban a matar a todos los tutsis. Escuchaba también cómo en la radio se jaleaba a la población para tomar sus machetes y terminar con “esas indeseables cucarachas” que eran los tutsis. Los hutus se comportaron durante semanas como demonios, con ojos desorbitados, insaciables de sangre y de muerte. Mientras los cadáveres mutilados se descomponían por millares en los campos, la propaganda les enardecía aún más y salían enfurecidos buscando tutsis que pudieran estar escondidos. Eran personas con las que habían compartido escuela, juegos y hasta la mesa desde su niñez, pero ahora eran seres enloquecidos que buscaban con denuedo a cualquiera que pudiera estar escapando de la matanza.
Immaculée, durante su infancia, no sabía si era hutu o tutsi, porque sus padres nunca se lo habían dicho: para ellos todos eran ruandeses. Ahora, su condición de tutsi le convierte de pronto en objetivo implacable de aquel terrible odio tribal. Ya no puede confiar ni en sus mejores amigos, no está segura en ningún lugar. Los dirigentes políticos azuzaban los sentimientos de odio de los de su raza para lograr un exterminio total de los otros. Les decían que si mataban a los tutsis, podían tomar sus propiedades, sus mujeres y su tierra. Y les insistían: “No los dejéis con vida, porque volverán y os quitarán las tierras y seréis pobres y estaréis sometidos a ellos. Matadlos a todos, incluso a los niños, porque si no crecerán y se vengarán.” Por eso el genocidio fue más intenso con los varones y, al acabar, el 70% de la población de Ruanda eran mujeres.
La historia es sobradamente conocida, pero el testimonio de Immaculée en su libro “Sobrevivir para contarlo” tiene una gran aportación, que es el relato de una lucha quizá aún más feroz, la lucha que había dentro de ella. En su interior pugnaba por un lado el odio y el deseo de venganza, y por otro, el principio cristiano del perdón. Aunque estuviera encerrada, veía que su alma encontraba un espacio de libertad cuando rezaba y pedía fuerzas para perdonar. Fue una lucha encarnizada. Sentía que el odio se apoderaba de ella y le conducía a una cárcel de desesperación, quizá la misma que llevaba a miles de hutus, llenos de alcohol y de drogas, a buscar “cucarachas” que matar.
Inmmaculée estuvo 91 días encerrada en aquel minúsculo cuarto de baño, en unas condiciones inhumanas por el calor, las fiebres y la mala alimentación. Cuando salió de allí, pesaba solo 29 kilos. Lo asombroso no es solo que sobreviviera, sino sobre todo que sobreviviera al odio, la amargura y el dolor que supone saber que su madre, su padre y sus dos hermanos han sido asesinados de manera cruel por personas que ella conocía. Comprendió que la única manera de detener el ciclo del horror y la violencia es no buscar venganza y procurar frenar así la espiral del odio. Empieza a pensar que las personas que han matado a su familia se han hecho aún más daño a sí mismas, y merecen su piedad. Sabe que no puede dejarse arrastrar por el resentimiento hacia los verdugos de su tribu y su familia, que necesita del alivio que trae consigo perdonar de corazón. Inmmaculée sobrevivió por la bondad de personas que, como ella, fueron más fuertes que el odio y le hicieron descubrir que la única forma de que todos puedan seguir viviendo es construir entre todos una nueva vida cimentada en la concordia y el perdón. Es algo que sucede en cierta medida con todas las vidas y en todos los lugares y épocas, pero quizá en Ruanda ha sido y es hoy una verdad aún más evidente.