A finales del siglo XV, en una pequeña aldea cercana a Nüremberg, vivía una familia numerosa. Para poder poner pan en la mesa para tantos, el padre trabaja de la mañana a la noche en un pequeño taller de orfebrería. A pesar de las modestas condiciones en que viven, dos de los hijos demuestran desde muy pronto tener grandes dotes para el arte. Ambos quieren desarrollar ese talento, pero saben bien que su padre jamás podrá enviar a ninguno de ellos a estudiar a la Academia. Después de muchas noches de conversaciones calladas entre los dos, llegan a un acuerdo. Lanzarán al aire una moneda. El que pierda trabajará en las minas para pagar los estudios del que gane. Al terminar los estudios, se cambiarán las tornas y el otro sufragará los gastos del que ha quedado en casa.
Lanzan al aire la moneda un domingo al salir de la iglesia. El que gana se va a estudiar a Nüremberg y desde el primer momento es toda una revelación en la Academia. Los grabados de Albretch Dürer, sus tallas y sus óleos enseguida llegan a ser mejores que los de muchos de sus profesores, y al graduarse, sus obras ya han comenzado a cotizarse considerablemente. Cuando regresa a su aldea, la familia se reúne en una memorable velada. Al final, Albretch propone un brindis por su hermano, que tanto se ha sacrificado para hacer posibles sus estudios. Sus palabras finales son: «Y ahora, hermano mío, eres tú quien debe marchar a Nüremberg». Pero su hermano tiene el rostro empapado en lágrimas y mueve de un lado a otro la cabeza. Finalmente, se seca las lágrimas, mira por un momento a cada uno, se dirige a su hermano y le dice sin acritud: «No, Albretch, no puedo ir a Nüremberg. Ya es tarde. Mira lo que cuatro años de trabajo en las minas han hecho a mis manos. Cada hueso se me ha roto alguna vez, y la artritis de mi mano derecha ha avanzado tanto que ya no podría trabajar con la precisión y la destreza que exigen en la Academia. No quería que lo supieras hasta ahora, pero para mí ya es tarde».
Han pasado más de quinientos años desde ese día. Hoy los grabados, óleos, acuarelas, tallas y demás obras de Albretch Dürer pueden ser contemplados en museos de todo el mundo. Pero una de ellas, titulada “Manos que oran”, parece reproducir las manos maltratadas de su hermano, con las palmas unidas y los dedos apuntando al cielo, en homenaje a su sacrificio.
Este emotivo relato viene a recordarnos que muchos de nuestros logros, de los que quizá nos sentimos personalmente muy satisfechos, y que atribuimos casi en exclusiva a nuestros propios méritos, han sido posibles porque se nos han dado oportunidades que otros nunca han tenido. Ser conscientes de esto es fundamental para dar globalmente a nuestra vida un sesgo de gratitud y no de suficiencia. Quizá no todos hemos pasado por un hecho así, y por tanto no lo tenemos tan claro en nuestra mente, pero todos podemos entender fácilmente que hemos contado con muchas oportunidades que a otros no se les han presentado, y no nos sería sencillo explicar por qué las merecemos más que ellos.
Todo esto son evidencias en las que conviene profundizar. Si lo hacemos, seguramente comprenderemos que debemos compartir más todo lo que tenemos, en vez de considerarlo como algo que no debemos a nadie. Todos deberíamos tener bien claro que, si somos afortunados en algo, que siempre lo somos, nuestro deber es hacerlo rendir en servicio de los demás. Sólo así hacemos verdadera justicia con ellos.