Este cuento trata sobre un hombre común. Un hombre que tenía un trabajo que nadie quería. No había en aquel pueblo un oficio peor conceptuado y peor pagado que el de ser portero de un viejo prostíbulo… Pero ¿qué otra cosa podría hacer aquel hombre? Si no sabía ni leer ni escribir…
Un día, el viejo propietario del viejo tugurio murió y se hizo cargo del negocio otro más emprendedor, que decidió modernizar un poco el negocio. Fue haciendo cambios y un día dijo al portero que tenía que apuntar todas las quejas de los clientes y sus sugerencias para mejorar el servicio.
Aquel hombre era analfabeto y no podía apuntar nada, así que el dueño del negocio lo despidió. El hombre sintió entonces que el mundo se le caía encima. Nunca había pensado que llegara a encontrarse así, sin trabajo y sin apenas preparación. Se acordó de que él a veces había hecho pequeñas reparaciones. Pero apenas tenía con qué hacerlas. Pensó en emplear parte de la indemnización de su despido en comprar una caja de herramientas y ofrecerse a hacer arreglos a los vecinos. Pero en el pueblo no había ferretería. Tuvo que viajar dos días en mula para ir a la ciudad y hacer esa compra. Volvió muy contento con su flamante caja de herramientas.
Nada más llegar, un vecino le pidió prestado el martillo. Se lo prestó. Al día siguiente el vecino le rogó que se lo vendiera, pues lo necesitaba más tiempo. “No, yo lo necesito para trabajar y además, la ferretería está a dos días de mula”, le respondió. “Pues yo le pagaré a usted los dos días de ida y los dos días de vuelta, más el precio del martillo, ya que por ahora usted está sin trabajar. ¿Qué le parece?”. Aquello era una oferta de trabajo por cuatro días y él estaba sin empleo, así que aceptó.
A su vuelta, otro vecino le hizo un encargo parecido y le pagó los cuatro días de viaje. Para el siguiente viaje decidió arriesgar un poco de su dinero trayendo más herramientas que las que había vendido, pues así ahorraba tiempo de viajes. La voz empezó a correrse por el pueblo y muchos estaban encantados de ahorrarse esos penosos viajes en mula. Una vez por semana, el ahora comerciante de herramientas viajaba a la ciudad y compraba lo que necesitaban sus clientes.
Pronto alquiló un lugar donde almacenar las herramientas, para así ahorrar viajes y ganar más dinero. Al poco tiempo se transformó en la primera ferretería del pueblo. Todos estaban contentos y compraban en su negocio. Ya no viajaba, porque desde la ciudad le enviaban sus pedidos. Él era un buen cliente. Con el tiempo, la gente de otros pueblos venía a comprar en su ferretería. Más adelante empezó a fabricar él mismo algunas de las herramientas.
En diez años aquel hombre se transformó con honestidad y trabajo uno de los empresarios más poderosos de la región. Tanto creció su fortuna, y tan satisfecho estaba, que decidió donar al pueblo lo necesario para construir una escuela. El alcalde organizó una gran festejo el día de su inauguración y acabaron con una cena. A los postres, el alcalde le entregó la máxima distinción del municipio y le pidió que escribiera unas líneas en el libro de honor del Ayuntamiento. Nuestro hombre le explicó entonces que lo sentía, pero que él casi no sabía leer ni escribir…
“¿Usted ha levantado un imperio sin saber leer ni escribir? Estoy asombrado. Me pregunto ¿qué hubiera hecho usted si hubiera sabido leer y escribir?”.
“Yo se lo puedo contestar”, respondió el hombre. “¡Si yo hubiera sabido leer y escribir… sería… portero del prostíbulo!”.
Este viejo cuento, dentro de su sencillez, nos muestra cómo muchas veces las adversidades, la falta de medios, o incluso los fracasos, pueden ser el origen de nuevas oportunidades. Lo que tiempo atrás vimos como una desdicha, puede transformar nuestra vida de forma positiva. Puede ayudarnos a sacudirnos nuestra mediocridad. Muchas veces son las aparentes desgracias o fatalidades las que nos dan el impulso necesario para vencer el miedo al cambio, a lo nuevo, a la incertidumbre. Nos hacen transformar las limitaciones en retos. O nos transforman a nosotros y nos obligan a superarnos.