Un adversario que siempre nos gana, con quien nos resulta imposible competir, puede resultar frustrante. Pero no tener competencia es casi peor. No puede decirse que tener adversarios y competencia sea siempre malo. Es más, muchos piensan que puede ser positivo. No es que haya que buscarlos constantemente, pero que existan puede llegar a ser una ayuda, curiosamente.
Tener contendientes cercanos puede ser de lo más estimulante para mejorar. Nos ayuda a mantener una sana tensión, a trabajar con más rigor, a diferenciarnos de lo que dicen que somos, a innovar, a añadir valor a lo que hacemos.
Por ejemplo, muchos estudiosos señalan que la tradicional lucha entre Coca-Cola y Pepsi desde hace décadas ha ayudado mucho a fortalecer ambas marcas. Y lo mismo parece suceder con McDonalds y Burger King. O, en el sector tecnológico, la pugna que se produjo inicialmente entre Apple e IBM, que luego pasó a ser un duelo entre Apple y Microsoft, en el que ya han entrado en escena nuevos nombres, también ha ayudado a desarrollar nuevas tecnologías, nuevos diseños y nuevos avances.
Cuando se trata de sacar lo mejor que tenemos en las instituciones o en las personas, la competencia es un modo de liberar nuevas energías y de ser más creativos y más audaces. También, el hecho de que aparezcan adversarios puede ser un modo de ayudar a crecer y unir un equipo. Ante un enemigo exterior fuerte, es más fácil consolidar un grupo. Aunque no siempre esa competencia exterior es positiva: hay que lograr que nos haga sumar ideas y planteamientos; si nos lleva a enfrentamientos internos, o a proteger cada uno su posición sin colaborar, su efecto sería claramente negativo.
El ser humano es competidor natural y se crece cuando tiene cerca un contrincante. Cuando las cosas van bien y apenas tenemos adversarios, surge con facilidad una tendencia a acomodarse y se corre el riesgo de quedarse obsoleto, desfasado y aburguesado. Por eso se habla de morir de éxito, porque el triunfo es contraproducente cuando se enturbia con la autocomplacencia. En cambio, una sana competencia nos ayuda a no menospreciar el valor de los demás.
No se trata de entender las relaciones humanas como antagonismo, ni de idealizar la competencia o la rivalidad. Pero el hecho es que la vida está llena de contiendas y de desafíos que se nos plantean aunque no los busquemos. Y como están ahí, hay que afrontarlos y darse cuenta de que todos tenemos necesidad de que alguien nos espabile. Cuando nos encontramos con nuevos adversarios, quizá es la alerta que necesitábamos para despertar. Son crisis que debemos transformar en oportunidades, en cambio y en mejora. Y en esto, tan malo es caer en la arrogancia como en el abatimiento. Tan peligrosa es la incapacidad de reconocer los propios fallos como la incapacidad de reconocer las propias fortalezas.
Cuando uno se cree perfecto e invulnerable, siempre aparece un enemigo para despertarnos. La historia demuestra que tanto las personas como las instituciones decaen cuando se mueven en un entorno de demasiada facilidad o de exceso de posición de dominio. Quienes más perduran son aquellos que saben reconocer sus errores y sus debilidades, procuran aprender de los demás (sean amigos o enemigos), saben adaptarse a los cambios de los tiempos y no se consideran más fuertes de lo que son ni con más razón que la que realmente tienen.