Un día de 1939, un alumno de doctorado llega tarde a su clase de estadística en la Universidad de Berkeley, en California. El estudiante se llama George Dantzig, tiene 25 años y una cierta fama de no ser muy puntual. Pasa con rapidez al fondo de la clase y se sienta. Ve que el profesor, Jerzy Neyman, ha dejado escritos en la pizarra dos problemas matemáticos.
George piensa que, como otras veces, se trata de problemas para resolver en casa. Con toda normalidad, por la tarde, se dispone a hacerlos. Le parecen más difíciles de lo habitual, pero piensa que se debe a que esta vez se ha perdido casi la mitad de la clase, y no le extraña demasiado.
Unos días después, George se disculpa con el profesor Neyman por su retraso en la tarea, señalando que esa vez los problemas parecían bastante más complicados. El profesor le indica que los deje sobre su escritorio. Lo hace con cierta desconfianza, porque en la mesa hay un montón de papeles y piensa que los suyos pueden perderse en medio de tanto desorden.
Seis semanas después, una mañana, todavía muy temprano, el profesor Neyman golpea su puerta. Trae unos folios en la mano, todo emocionado: “Acabo de escribir una introducción a uno de sus papeles. Léalo para que pueda enviarlo de inmediato para su publicación”. Es entonces cuando George descubre que esos problemas que estaban aquel día en la pizarra eran, de hecho, dos famosos problemas matemáticos aún no resueltos.
Un año más tarde, cuando busca un tema para su tesis doctoral, Neyman le recomienda que sea precisamente sobre esos dos problemas. La solución al primero ya estaba publicada. La publicación del segundo llega después de la Segunda Guerra Mundial, alrededor de 1950, cuando recibe una carta del profesor Abraham Wald con las pruebas finales de un artículo que está a punto de publicar en “Annals of Mathematical Statistics”. Le han advertido de que el resultado principal de su trabajo es el mismo que el segundo problema de la tesis de George. Acuerdan publicarlo conjuntamente.
George Dantzig ha sido un reconocido matemático de investigación, profesor en Berkeley y Stanford, Medalla Nacional de la Ciencia en 1975 y una de las grandes figuras de la programación lineal. Pero quizá aquella clase a la que llegó tarde en 1939 fue lo que realmente le convirtió en una leyenda.
Si él hubiera sabido que esos problemas no eran “tarea para casa” sino dos famosos problemas estadísticos aún no resueltos, probablemente no se habría considerado capaz de resolverlos, y no lo habría intentado, o lo habría hecho con poca convicción.
Este relato ha llegado a resultar un clásico en las charlas sobre motivación y sobre el poder del pensamiento positivo. Una anécdota más para impulsarnos a acometer desafíos que ahora consideramos inaccesibles, cuando quizá, como sucede muchas veces, los principales obstáculos son los límites que nos ponemos nosotros mismos. El ser humano es capaz de superarse cuando cree que puede conseguir un objetivo determinado, pues la actitud depende mucho de la motivación.
Gracias a su impuntualidad, y a no saber lo difíciles que eran esos problemas, gracias a eso los pudo resolver. No se trata de alabar la impuntualidad, solo resaltar que la confianza y la convicción pueden ser más determinantes que la capacidad intelectual o la creatividad. Y una mirada nueva y decidida, poco condicionada, puede facilitar la solución a un viejo problema. Incluso un malentendido, o un error, a veces son el camino que permite que una persona, o la humanidad, avancen un paso más. Por eso es tan recomendable escuchar con interés al más joven, al recién llegado, al que está menos condicionado por el entorno en el que ya nos movemos.