Una rana se preguntaba cómo podría alejarse un poco del clima frío del invierno de su tierra. Unos gansos le sugirieron que emigrara con ellos hacia el sur. El principal problema era que la rana no sabía volar. «Dejadme que piense un momento —dijo la rana—, tengo un cerebro privilegiado».
Pronto tuvo una idea. Pidió a dos gansos que le ayudaran a buscar una caña lo suficientemente ligera y fuerte. Les explicó que cada uno tenía que sostener la caña por un extremo, y que ella iría en medio, fuertemente agarrada por la boca a esa caña.
Cuando llegó el momento, los gansos y la rana comenzaron su travesía. Todo iba según lo previsto cuando, al poco rato, pasaron por encima de una pequeña población. Los habitantes de aquel lugar salieron para ver el inusitado espectáculo. Alguien preguntó: «¿A quién se le ocurrió tan brillante idea?». Esto hizo que la rana se sintiera muy orgullosa, y fue tal su sensación de importancia, que no pudo evitar que se le escapara la inmediata respuesta: «¡A mí!». Su orgullo fue su ruina, porque en el momento en que abrió la boca, se soltó de la caña y cayó al vacío desde una considerable altura.
Esta vieja fábula se ha venido contando durante siglos para mostrar la torpeza que suele ir unida a la vanidad. Quienes viven demasiado pendientes de dejar siempre claro el propio mérito en todo lo que hacen, suelen entrar en una dinámica que con facilidad les trae notables perjuicios. Son personas que no descansan hasta poner su firma en todo lo que hacen, y a veces también en lo que no hacen. No paran de provocar ocasiones en las que tener la oportunidad de presumir, de asumir protagonismo, de aparecer. Se preocupan de deslizar varias veces en la conversación que han sido ellas quienes han hecho posibles tales o cuales logros. Insisten con frecuencia en que no quieren ponerse medallas, y suelen decirlo en el mismo momento en que se las ponen.
Cuando esa vanidad es más primaria, su principal inconveniente es que hacen un poco el ridículo y demuestran abiertamente que su talento es bastante menor de lo que ellos piensan. Porque las personas de talento conocen mejor sus propios límites, y saben valorar el talento de los demás, y eso les ayuda a ser menos vanidosas.
La vanidad convierte a las personas en rehenes de la imagen que quieren dar a los demás. La vanidad les hace estar pendientes de lo accesorio y olvidar lo principal. La vanidad hace perder la compostura a gente supuestamente inteligente, y precisamente con eso manifiestan que su discernimiento es escaso y que su inteligencia se reduce a unos ámbitos muy limitados.
La vanidad suele fundirse con la envidia, porque los jactanciosos, en su carrera por la vanagloria, enseguida se entristecen si ven brillar a otros. Les parece que, de alguna forma, los logros de otros restan protagonismo a su vanidad ansiosa. Tienden a pensar mal de los demás y a hablar mal de ellos. Intentan enemistar a otros con sus siempre numerosos enemigos. Quieren abrirnos los ojos para que creamos lo que solo para su ceguera victimista puede ser evidente. Reducen la grandeza del hombre a su propio tamaño, y les gustaría decapitar a la humanidad de todo lo que sobrepase su corta estatura moral.
Si pensáramos en todo esto con un poco de profundidad, seguramente comprenderíamos enseguida que es un error vivir pensando tanto en la imagen y en las apariencias, en vez de vivir pendiente de lo que realmente se es y se debe ser.