Un grupo de científicos colocó cinco monos en una jaula, en cuyo centro dispusieron una escalera y, sobre ella, un racimo de plátanos, de los que a los simios resultaban más apetitosos.
Cuando un mono subía por la escalera hacia los plátanos, los experimentadores lanzaban de inmediato un chorro de agua fría sobre los monos que esperaban abajo.
Después de algún tiempo de repetir el experimento, lograron que cada vez que un mono intentaba subir la escalera, los otros monos lo agarraban y no le dejaban hacerlo, por mucho que se resistiera. Pasado algún tiempo más, ya ningún mono hacía el menor ademán de subir por aquella escalera, a pesar del hambre que tenían y de la tentación de la apetecida fruta que tenían tan cerca. Entonces, los científicos sustituyeron uno de los monos por otro nuevo.
Lo primero que hizo este nuevo mono fue intentar subir la escalera, pero fue rápidamente retenido por los otros y recibió una buena paliza. Después de repetirlo algunas veces más, el nuevo integrante del grupo comprendió que no debía hacerlo y ya no intentó subir más.
Un segundo mono fue sustituido, y ocurrió lo mismo, con la novedad de que el primer sustituto participó con entusiasmo en la paliza que propinaron al novato.
Al poco tiempo sustituyeron a un tercer mono, y se repitieron los mismos hechos con una exactitud milimétrica. Cambiaron después al cuarto mono, y, finalmente, al último de ellos. Quedó por tanto un grupo de cinco monos nuevos que, aunque nunca habían recibido el baño de agua fría, continuaban golpeando sin piedad a quien intentase subir la escalera para alcanzar los plátanos.
Si hubiese sido posible interrogar a alguno de los cinco nuevos monos, y preguntarles por qué pegaban a quien intentaba subir por aquella escalera, probablemente su respuesta habría sido del estilo: “No sé, aquí las cosas siempre se han hecho así…”.
Este sencillo y verídico relato puede servirnos para considerar en qué aspectos vivimos quizá al son de tópicos que se han hecho generales y se nos han impuesto, pero que, si nos preguntan por su sentido, no los sabríamos fundamentar debidamente.
Algo de eso hay, por ejemplo, en el laicismo militante y en la consiguiente hostilidad antireligiosa tan extendida en algunos ambientes. Sus aficiones preferidas son hablar mal de los obispos, los curas y las monjas, presuponer por principio que las estructuras eclesiásticas son rancias y corruptas, negar su libre derecho de expresión, o pitorrearse de la fe y de la oración como si fueran refugio de ingenuos y desengañados. Ese es el discurso imperante en bastantes sitios, y quien se atreva a decir otra cosa es rápidamente maltratado, como sucedía a los monos que esperaban bajo la escalera. Es cuestión de repetir la operación un número suficiente de veces, y al final se acaba consiguiendo que todo el mundo se una a la siempre sugestiva tarea de maldecir y despotricar según los estándares imperantes, aunque no se tengan muy claros los motivos.
Imponer así las ideas, con la fuerza de la agresividad dominante, se ha demostrado una estrategia bastante eficaz, pues deja flotando en el ambiente una actitud que la gran mayoría asume sin demasiada reflexión. Esto hace, por ejemplo, que muchas personas escondan su fe o prescindan de ella al actuar en la vida social, porque han visto ya demasiadas veces cómo se hostiga a quien intenta subir por esa escalera.
“Es más fácil desintegrar un átomo que un prejuicio”, decía Albert Einstein, y no le faltaba razón, pues cuando se logra instalar un prejuicio en las mentes de un colectivo de personas, no es nada fácil superar esa ofuscación, porque los prejuicios tienen eso, que son previos al juicio de la razón. Por eso debemos esforzarnos en pensar y actuar con independencia, procurando fundamentar bien las razones del propio obrar, sin asumir una actitud hostil por el mero hecho de que los demás la tomen. Así lograremos profundizar en las razones de las cosas, en vez de seguir la corriente a los demás.