Andrés Ollero, “El supermercado genético”, PUP, 6.IX.2002

No es fácil alcanzar el merecido respeto intelectual del que goza Jürgen Habermas, incluso entre quienes sin suscribir ninguno de sus postulados básicos admiramos la pulcritud con que los despliega y el implacable rigor con que asume sus consecuencias. Una trayectoria de varios decenios le ha llevado desde las juveniles perspectivas críticas de la Escuela de Francfort a proyectar la ética del discurso sobre problemas polémicos del actual debate bioético, sin temor a ser tachado de conservador.

Publica ahora con un polémico «postscriptum», fruto de su debate con los americanos Dworkin y Nagel, sus reflexiones sobre el diagnóstico pre-implantatorio. Dicha técnica, que evoca experimentos eugenésicos de triste recuerdo, es elemento inseparable no sólo de la clonación reproductiva sino también de la llamada «terapéutica», que un poco disimulado “lobby” intenta ahora instalar en el mercado demonizando a la anterior.

Para empezar, se esfuerza por aislar este problema de la polémica sobre el aborto, intentando soslayar un duro argumento de sus interlocutores: a qué viene tanto sobresalto por la suerte que puedan correr embriones de cuatro días, en experimentos destinados a eliminar malformaciones congénitas, en países cuyas leyes no penalizan la muerte de embriones de cuatro meses, si se detecta que ya las padecen. A su juicio, mientras en el aborto entra en juego la autonomía de la mujer envuelta en un indeseado conflicto, en la eugenesia «negativa», que aspira a corregir (por vía de clonación «terapéutica» o no) defectos genéticos, son los mismos padres los que provocan el conflicto, al querer diseñar un hijo con arreglo a lo que consideran condición vital óptima.

Sorteado trabajosamente este inicial obús argumental, contrapone la «lógica del sanar», característica de todo tratamiento clínico o realmente terapéutico, con la irrupción en el ámbito humano de intervenciones propias de la cría de especies animales. En el primer caso, la tarea médica escenificaría plásticamente el núcleo de su ética discursiva: médico y paciente se reconocen como seres de simétrica dignidad, sin que el primero instrumentalice al segundo, al no actuar sin su informado consentimiento, ni siquiera en beneficio paternalista de su propia salud.

Su propuesta de trasladar al laboratorio esta lógica terapéutica del sanar se estrella frente a una actividad que reviste más indicios de «técnica» ingenieril que de «praxis» clínica. Se está instrumentalizando a embriones, sometidos a un proyecto que plasma preferencias que no duda en calificar de «narcisistas»; con una terminología qué redunda, quizá involuntariamente, en la evocación del nazismo. Se ha desdibujado así la frontera entre lo gestado y lo fabricado.

No deja de ser curioso que planteamientos como el suyo, obligados por una opción drásticamente secularizadora a expulsar de la escena a cualquier supremo ser providente, haya de -confiar al riguroso respeto del azar biológico el futuro de la libertad humana. La temible alternativa sería cambiar la providencia por una planificación totalitaria a cargo de los supremos decisores de la política y el mercado.

Frente a los defensores de la «eugenesia liberal» a la americana, preocupada sólo de discutir «cómo» llevarla más adecuadamente a cabo, esgrimirá los más sólidos argumentos que su ética discursiva pueda brindar sobre «si» debe o no ser permitida. No oculta su temor de que el utilitarismo anglosajón empuje a un «shopping in the genetic supermarket).

La clave ética del rechazo de un tipo de diagnóstico de inevitable consecuencia eugenésica radicaría en que genera un juego «asimétrico» de responsabilidades, incompatible con la dignidad humana, que llegaría a alterar la estructura misma de nuestra experiencia moral. Aunque no la aluda expresamente, la clonación terapéutica no esquivaría sus afirmaciones lapidarias: tal investigación con embriones no apunta a un futuro nacimiento, con lo que «cosifíca» al embrión.

Incluso cuando pretende ser reproductiva no le reconoce, ni siquiera hipotéticamente la condición de interlocutor al proyectarse su futura biografía.

A sus colegas americanos tal discurso ético les suena a música celestial. Yendo a lo práctico, la paterna intervención «eugenésica» no les parece menos respetuosa con la dignidad del hijo que el condicionamiento con que le marcará más tarde la paterna tarea «educativa».

La mayor dificultad la encontrará Habermas a la hora de justificar la dignidad del embrión, al impedirle su opción antimetafísica reconocerla desde la concepción. El «embrión», por ser «inviolable», habrá ya de ser tratado como la persona que algún día será; pero «in vitro» ya ha existido una «vida humana». Aun no reconociéndole derechos, despierta en él la «intuición de que la vida humana pre-personal no puede convertirse simplemente en un bien disponible en concurrencia con otros», lo que lleva a considerarla «indisponible». El establecimiento de tan decisiva frontera acaba quedando en la penumbra…

Estratégicamente enrocado en el diagnóstico pre-implantatorio, no llega a abordar en qué momento de la investigación genética ha comenzado a consumarse la involución que denuncia. Es obvio que la propia fecundación «in vitro», manejando más de un embrión, incluye ya una selección implícitamente eugenésica del más valioso. Se limitará a no ocultar su convicción de que el sometimiento de la protección de lo que llama «vida pre-personal» a fines terapéuticos produce, por vía de «acostumbramiento», una «pérdida de sensibilidad de nuestra visión de la naturaleza humana».

La «Deutsche Forschungsgemeinschaft», representativa del mundo investigador alemán, sí lo hizo, aceptando resignadamente que ya al admitirse la fecundación «in vítro» se «rebasó el Rubicón», lo que haría «poco realista» pretender volver al statu quo anterior. Para Habermas, que no aprecia diferente gravedad moral entre utilizar para fines de investigación embriones «sobrantes» o fabricarlos para dicha instrumentalización, sus recomendaciones le parecen una «tímida maniobra» incapaz de enfrentarse a los dictados del mercado. Tiene, por otra parte, la honestidad de reconocer que su propuesta de una «protección escalonada» de la vida humana favorece otro de los más eficaces argumentos que obligarían a desandar el Rubicón: la sucesiva ruptura de diques o pendiente resbaladiza. No sólo la suscribió el Presidente federal Johannes Rau; él mismo acaba resaltando a sus interlocutores americanos la inviabilidad práctica de todo intento de distinguir entre una admisible eugenesia «negativa», correctora de defectos genéticos, y otra «positiva», rechazable por su intento de diseñar seres humanos a la carta.

Por paradójico que resulte, lo más valioso de la aportación de Habermas para la suerte de la humanidad no radicará tanto en las laboriosas conclusiones de su ética discursiva, que producen estupor a sus interlocutores americanos, sino en esas intuiciones pre-discursivas a los que su propio planteamiento obliga a negar fundamento racional.

  Andrés Ollero Tassara, Catedrático de Filosofía del Derecho Tomado de http://www.PiensaUnPoco.com/