Andrés Ollero, “Religiones y solidaridad”, El Grado, 20.IV.2002

Conferencia pronunciada en las III Jornadas del Voluntariado, promovidas por la ONG Cooperación Social en El Grado (Huesca, España).

Debo ante todo, por muy variadas razones, expresar mi agradecimiento por la oportunidad que se me brinda hoy de intervenir en esta sesión. Me mueve al agradecimiento, en primer lugar, lo que fundamentalmente soy, como da fe la credencial que se me ha entregado: Catedrático de Filosofía del Derecho de la Universidad Rey Juan Carlos; porque para alguien dedicado a la filosofía jurídica poder hablar sobre la solidaridad es siempre muy de agradecer. Satisface también al político que coyunturalmente soy, si bien ya de manera un tanto prolongada; porque los políticos tenemos muy claro que sin contar con la sociedad -con personas como ustedes- poco podríamos hacer. En tercer lugar, como ya se ha apuntado, me alegra estar hoy en Torreciudad -hacía ya tiempo que no tenía ocasión de visitar estos parajes…- cuando se celebra el centenario del nacimiento del Beato Josemaría, del que tanto he aprendido en lo que a solidaridad se refiere.

Tenía tan insigne hijo de Barbastro una convicción muy arraigada sobre el papel de las convicciones religiosas como fermento de actitudes solidarias, y defendía – como hizo en aquella tan recordada intervención en el campus de la Universidad de Navarra – un “materialismo cristiano que se opone audazmente a los materialismos cerrados al espíritu”. Lo definía como “un movimiento ascendente que el Espíritu Santo, difundido en nuestros corazones, quiere provocar en el mundo: desde la tierra, hasta la gloria del Señor”. Cuando, estudiando primero de Derecho, tuve mi primer contacto con él, al leer su conocida obra “Camino”, ya me llamó la atención que escribiera: “En la, vida interior, ¿has considerado despacio la hermosura de “servir” con voluntariedad actual?”. La idea que, por entonces, tenía yo de la vida interior era bastante distinta…

1. SEIS TÓPICOS ¿Tiene realmente sentido hablar de la religión como factor de solidaridad? Quiero en mi intervención recordar seis tópicos que nos la presentan, más bien, como fenómeno perturbador cuando se hace presente en el ámbito de lo público. Tras repasarlos someramente, intentaré luego analizar en qué medida esos motivos de crítica parecen hoy agotados, una vez demostrada su insuficiencia; para terminar sugiriendo algunas conclusiones en relación a cada uno de ellos.

La religión, en efecto, aparece hoy día bajo sospecha, como potencial elemento conflictivo en el ámbito de lo público. Circunstancias muy recientes, en las que la potencia internacional hegemónica ha tenido ocasión de experimentar más de cerca fenómenos para nosotros desgraciadamente bien conocidos, vinculados al terrorismo, han contribuido a incrementar esa actitud, al igual que el doloroso conflicto que se desarrolla en tierras consideradas santas, desde tantas religiones.

Esos seis motivos de crítica se podrían distribuir en tres grupos.

1. Se critica a la religión, en primer lugar, desde exigencias emanadas de la racionalidad científica. Se nos dice que hablar de religión obligaría a suscribir dogmatismos; cuando, por el contrario, en el ámbito de lo público lo imprescindible sería una actitud de tolerancia, que exigiría un punto de partida relativista. Como hablar de religión implica admitir dogmas, ello llevaría inevitablemente, al proyectarse en el ámbito de lo público, a suscribir actitudes autoritarias y perturbadoras, por tanto, de una deseable convivencia marcada por la racionalidad.

2. En segundo lugar, también desde esa misma perspectiva, un autor como Augusto Comte, al que he dedicado mi último trabajo académico -publicado en la “Revista de las Cortes Generales”, como consecuencia de mi anfibia condición actual-, dividía la historia de la Humanidad en tres etapas o estadios: el teológico, el metafísico y el científico o positivo. Lo teológico nos situaría en la infancia de la Humanidad; en su época más inmadura, en la que era aún incapaz de hacer uso de su razón. Se trataba de un estadio dominado por la religión, por el recurso al mito, ante la incapacidad de abrirse paso con ayuda del saber racional, para explicar científicamente los fenómenos y problemas que afectan a los hombres.

Posteriormente, la metafísica habría significado un intento desmañado de conferir aire racional a esos mismos planteamientos míticos, sin llegar a conseguir mucho en el empeño. A1 fin, por último, sería la ciencia positiva quien haría al hombre capaz de utilizar su razón y configurar racionalmente la sociedad. Comte se erige así en precursor de la sociología como ciencia social por excelencia, llamada a configurar una sociedad en la, que dominen los saberes racionales. Sociedad que podría liberarse de una, religión que poco le podía ayudar, una vez que la razón discurría a velas desplegadas.

3. Se han producido también críticas a la presencia de la religión en el ámbito de lo público desde una perspectiva vinculada a la justicia. En este caso será la figura de Marx la más significativa: la religión como cómplice de la explotación del proletariado; es más: el enmascaramiento de esa explotación como única razón de ser de la religión. Esta no serviría sino como opio del pueblo, destinada a dar legitimidad a unas relaciones de opresión, presentando como justificada una miseria perfectamente evitable. También desde ese punto de vista, una vez consumada la revolución y restablecida con ello la justicia, la religión resultaría absolutamente superflua, al no existir ya ningún mal que invite a adormecerse a través de liturgias opiáceas.

4. Igualmente, desde esta misma perspectiva de justicia, surgiría otro motivo de crítica, quizá ahora más actual: el peligro del fundamentalismo. La religión resultaría inevitablemente alimentadora de una actitud integrista, incapaz de distinguir entre el ámbito de lo público y el de lo privado; empeñada en trasladar al ámbito de lo público elementos muy respetables -deseables incluso, en más de un caso- en el ámbito privado. El fundamentalismo, presuntamente inseparable de lo religioso, perturbaría gravemente el necesario diálogo pluralista de una sociedad abierta, respetuosa con todos. Otra razón, pues, para considerar sospechoso que la religión pueda de veras incrementar la solidaridad.

5. Motivos de crítica encontraremos también a los que, más que con la racionalidad científica o la búsqueda de la justicia social, cabría relacionar nada menos que con la democracia. También desde esta perspectiva cabrían fundadas dudas sobre el papel de la religión en estos menesteres. Este quinto motivo de sospecha derivaría de la defensa del laicismo como obligada expresión de la neutralidad estatal. En estos días, con ocasión de la polémica levantada por la presencia de una joven con el pañuelo islámico en un centro escolar, se ha hablado mucho de que el nuestro sería un “Estado laico”; luego hablaré algo más sobre ello. Se nos dice que el Estado debería ser neutral respecto a las confesiones religiosas y, en consecuencia, habría de configurarse como un Estado laicista, en el que las religiones no tengan presencia alguna en el ámbito de lo público. No deberían, en consecuencia, recibir tampoco apoyo alguno por parte de poderes estatales.

6. También relacionado con la democracia, un sexto motivo de sospecha hacia la presencia de la religión en el ámbito de lo público derivaría del recuerdo de que, al fin y al cabo, la defensa de los derechos humanos -hoy núcleo esencial de nuestra vida política- surge precisamente del intento de remediar conflictos de religión, en un momento de la Modernidad en el que nuestro mundo occidental se quebraba, al perderse la unidad cristiana asumida por el imperio. Encontramos aquí la traslación al plano político de un planteamiento bastante parecido al que ya habíamos visto en Augusto Comte…

Seis motivos, pues, para dudar de que el lema que hoy se nos ofrece como definitorio de nuestro encuentro tenga algún fundamento real. Parecería que la presencia en el ámbito de lo público de las confesiones religiosas -y, no digamos, si se trata de una particularmente hegemónica respecto a las demás- podría ofrecer más bien motivos de conflicto que ocasión de solidaridad.

II. CLAVES PARA UN REPLANTEAMIENTO Quisiera ahora sugerir en qué medida estas seis críticas se muestran hoy bastante agotadas, al haberse demostrado su insuficiencia. Ello invitaría a un replanteamiento de toda esta cuestión.

1. Vamos con la primera, como si se tratara de sevillanas… Soy sevillano, estamos en feria y siento una nostalgia profunda. Ocupémonos, por tanto, de esa crítica derivada de la defensa de la ciencia y la racionalidad, que nos llevaría a entender que un obligado dogmatismo religioso perturbaría la pacífica convivencia racional.

A estas alturas, si hay algo claro -repasando a cualquiera de los éticos más leídos y de mayor eco en los medios de comunicación españoles- es en qué medida se da una coincidencia al suscribir la inviabilidad del relativismo: resultaría imposible la convivencia, si no se admite la existencia de unos elementos éticos dignos de respeto. Si son dignos de respeto será porque no son caprichosos; tendrán alguna dimensión objetiva. El postulado relativista -nada es verdad ni mentira- presidió nuestra transición democrática, quizá como consecuencia de la falta de costumbre y de la escasa noticia de que todas las democracias europeas de la postguerra se habían forjado sobre planteamientos bastante sólidos de ética objetiva pública; en concreto, desde una vertiente -incluso política- cristiana, confesa en muchos países europeos.

La insuficiencia del relativismo resulta hoy extremadamente clara y alimenta, como consecuencia, la búsqueda de exigencias éticas objetivas. Así lo hacen hoy los autores a lo que dedican buena parte de su tiempo mis colegas en todo el mundo, sea cual sea su color. Lo hace Habermas, por ejemplo, en Alemania o Rawls en los Estados Unidos. Se trata, en general, de una búsqueda encaminada a cubrir el hueco dejado por lo que históricamente significó el derecho natural: la existencia de unos elementos éticos objetivos de exigible proyección en el ámbito de lo público. Asunto distinto será por qué vías se los buscará; si por la de la ética procedimental o la del constructivismo de tradición anglosajona… Queda, en todo caso, fuera de duda la convicción de que no cabe edificar ningún tipo de convivencia social partiendo de que nada es verdad ni mentira. O hay elementos objetivos que deben ser respetados en el ámbito público, o la convivencia se haría imposible.

2. Me había referido, en segundo lugar, al planteamiento comtiano; a la idea de la religión como expresión de una inmadurez infantil, no sólo superflua sino netamente perturbadora en un mundo adulto como el surgido después de la Ilustración. Para Kant, su lema es “atrévete a saber”; atrévete a hacer uso de tu razón, deja de recurrir a andadores y camina por ti mismo; utiliza la razón y serás capaz de resolver tus problemas.

A la hora de la verdad, sin embargo, se ha demostrado de una manera particularmente patética en qué medida esa mentalidad positivista ha llevado a una paradójica reducción de nuestras capacidades racionales. Se ha llegado a una dimensión reductiva por defender el cientificismo, para el que solamente sería racional lo que circula a través de los métodos de la ciencia positiva sería racional. Todo ello lleva a un notable empobrecimiento -como ha señalado elocuentemente la “Fides et ratio”- al provocar una extremada angostura de la razón. Se han ido aquilatando los métodos científicos, obligando a observar la realidad desde un punto de vista cada vez más estrecho, a través del ojo de cerradura de lo científico- positivo. Lo que veamos lo veremos muy bien, pero podremos ver muy poco y, sobre todo, se nos quedará fuera todo aquello que de verdad nos preocupa, por guardar relación con el sentido de la vida humana, del que la ciencia positiva nos brinda escasa noticia.

La ciencia, acumulando informaciones, puede conseguir que sepamos más cosas. Pero el sentido de esas novedades nunca nos lo podrá proporcionar. Esto se observa en el ámbito del saber. Por eso Juan Pablo II sugerirá en el documento citado que la fe venga en apoyo de la razón, para devolverle una confianza en sí misma que había perdido, convirtiendo así en inviable el lema de la Ilustración. Decirle a alguien “atrévete a saber” e invitarle luego a mirar por una estrecha ranura resulta un tanto masoquista. Es preciso ampliar el angular, que es lo que precisamente puede hacer la fe en ayuda de la razón, dándole más confianza en sus propias posibilidades.

La cuestión cobra, a la vez, una relevancia práctica. Se pone hoy día de manifiesto al experimentarse las consecuencias de una ciencia sin conciencia; de una ciencia incapaz de captar el sentido de lo que hace; inconsciente, por tanto, de cuáles sean sus resultados prácticos. Los relacionados, por ejemplo, con los problemas de bioética que actualmente nos ocupan. Formo parte de un grupo interdisciplinar sobre el estatuto del embrión humano y realmente se queda uno bastante preocupado al ver qué cosas y cómo se van haciendo por ahí.

El propio Comte en sus escritos finales -dicho sea en su favor- decide que la sociología o “física social” no habría de ser ya la ciencia suprema sino la moral; porque sólo de la moral cabía esperar sentimiento y solidaridad. Llegó a elaborar un santoral laico; porque los laicistas, a la hora de la verdad, acaban siendo inaguantablemente devotos; fundamentalistas, a fuer de pesados.

3. Pasando al segundo orden de críticas -el relacionado con la justicia- está claro, como se ya ha dicho aquí con palabras muy acertadas, que se da en nuestra sociedad una tensión entre el individualismo y la solidaridad o los sentimientos comunitarios. Las religiones tienden a alimentar querencias comunitarias, lo cual les lleva a convertirse en objeto de los recelos individualistas.

El individualismo radical no entiende, por ejemplo, que haya quien pueda asumir un compromiso para toda la vida; de ahí que rechace el carácter indisoluble del matrimonio, al ver en ello una amputación de la propia libertad. Toda decisión relevante debe quedar abierta; ha de ser siempre provisional. Se ha señalado, sin embargo, con acierto que nos encontramos simplemente ante la libre aceptación de unos límites. En realidad, el hombre sólo es humano cuando se reconoce y admite como ser mesurado, sometido a los límites de su propia naturaleza. Cuando actúa desmesuradamente acaba siendo agresivo, destructor y depredador; de ahí que el relativismo acabe llevando inevitablemente a la barbarie.

La religión -como vemos en los textos del Nuevo Testamento que nos ilustran sobre la naciente comunidad cristiana- se traduce, por el contrario, en diaconía: en una actitud de servicio a los demás. Pienso que precisamente ahora -cuando Europa lleva años viviendo una compleja transición hacia un horizonte multicultural y España comienza a experimentarla- va a mostrarse especialmente necesaria una ética de la acogida, superadora del individualismo radical. Sólo con ella cabrá abordar, con sensatez y sin discriminaciones, problemas sociales novedosos como los que estamos viviendo estos días: no sólo si cabe o no ir con pañuelo a clase, sino la existencia de matrimonios convenidos por los padres sin consentimiento de los menores, la existencia de prácticas culturales que afectan a la integridad física y moral de la mujer etcétera…

Todo ello obligará a plantear, a la hora de ajustar unas culturas y otras, un aspecto clásico de la teoría de la tolerancia: la fijación del límite de lo intolerable. Para resolverlo resultará positiva la aportación cotidiana de las diversas confesiones religiosas que, dados los frutos que históricamente han generado, aparecen como fuentes potenciales de solidaridad; sin perjuicio de que la manipulación de anécdotas aisladas pueda seguir brindando la sensación de que las religiones serían más bien una fuente continua de conflictos sociales.

La realidad es, muy al contrario, que si se pretende pasar de un Estado del bienestar a una sociedad del bienestar, es preciso que -sin desaparecer el apoyo de los poderes públicos, que para eso están- la gestión y la eficacia de las iniciativas solidarias se haga más viva y real, a través de organizaciones como las que están aquí representadas. En todo ello resultará muy relevante el papel de las confesiones religiosas, en la medida en que alimentan las convicciones que, dentro de un claro pluralismo, nutren a estas organizaciones, haciéndolas vivir esa dimensión activa de la regla de oro: tratar a los demás como nos gustaría que nos trataran.

4. La crítica que impulsaba a evitar el fundamentalismo, acompañada de una cierta invitación al relativismo, se ve desmentida por las Constituciones de la postguerra europea de las que es deudora la nuestra. Tanto en la Constitución alemana como en la italiana resulta claro el abandono del relativismo, a la vez que se asume una distinción que tiene un bien conocido origen histórico de carácter religioso: la distinción entre moral y derecho, entre fuero interno y fuero externo. Tanto los teólogos como los juristas tienen claro que no todo lo que es moralmente obligatorio puede ni debe ser jurídicamente exigible. De ahí lo gratuito de la idea de que toda confesión religiosa ha de llevar consigo la querencia al integrismo fundamentalista o a confundir lo público y lo privado.

El radicalismo individualista propone como solución la implantación de una ética mínima: contrastar los planteamientos éticos de cada cuál y derivar de ello un denominador común; al final nos quedaríamos prácticamente en nada. Planteamiento bien distinto del de admitir que el derecho ha de ser asumir sólo unos mínimos éticos, de mayor alcance que esa ética mínima. Por ejemplo, esos mínimos éticos impuestos por la dignidad humana no tolerarían la ablación femenina, mientras el recurso a un denominador común nos enfrentará a culturas para las que tal pretensión implicaría un exceso no exigible. El derecho ha consistido siempre en un mínimo ético, lo que implica la renuncia a hacer uso de la coacción para encaminar a la suprema perfección individual, porque llevaría al totalitarismo. El derecho se ha ofrecido siempre como un instrumento para que podamos vivir en paz, lo que posibilitará que luego cada cual busque sus máximos de perfección moral como estime oportuno.

Para fijar tales mínimos éticos será, una vez más, positiva la aportación de las convicciones religiosas; de ese “saber más” que la religión lleva consigo. Gracias a ellas será más fácil determinar -dentro, por supuesto, del marco de los mecanismos procedimentales democráticos derivados de la misma dignidad humana- esos mínimos éticos objetivos.

5. Abordando ya las dos últimas críticas, relacionadas con la democracia, es preciso analizar en primer lugar la referencia a la neutralidad del Estado. No me parece razonable entrar a debatir si sería o no deseable, dado mi convencimiento de que le resulta aplicable el dicho del torero legendario: “lo que no puede ser no puede ser, y además es imposible”. Me parecen, en efecto, imposibles ciertas propuestas de neutralidad estatal.

Los Estados, a través de los poderes públicos, intervienen de modo inevitable en la configuración de unos valores éticos objetivos; lo hagan confesadamente o so capa de neutralidad. Parece preferible que no lo hagan inconfesadamente, ahorrándose con ello argumentar el por qué de su toma de partido, evadiendo toda crítica. No hace mucho he viajado a Berlín, representando al Parlamento español, lo que me llevó a visitar el remozado Reichstag. Cuando, tras haber recibido el saludo oficial del Bundestag reunido para debatir en Pleno los Presupuestos, nos mostraban la espectacular obra de restauración realizada, entramos en una pequeña habitación, entre curiosa y sorprendente. Se trata de una especie de capilla, perfectamente diseñada de modo que quien acuda a ella, cualquiera que su convicción religiosa, pueda sentirse inevitablemente incómodo. La experiencia quedó plasmada en un artículo periodístico que titulé “Fútbol sin balón”; me pareció una metáfora adecuada para aclarar tales propuestas de neutralidad estatal. Dado que a gran número de ciudadanos les encanta que las cadenas públicas retransmitan partidos de fútbol, mientras que a otros les fastidia de modo supino, seamos pues neutrales: establezcamos que en adelante sólo televisen partidos de fútbol que se jueguen sin balón. Me temo que solución tan neutral podría acabar con las citadas retransmisiones en cinco días…

Que el derecho y la moral no se identifican ya lo hemos afirmado. El problema surge a la hora de establecer la frontera entre ambos. El truco consiste en que ocultar para trazar esa divisoria entre derecho y moral resulta inevitable formular un juicio moral. Quedará claro si lo ejemplificamos con el sustancioso debate sobre la protección de la vida del no nacido. Cabría considerarla de acuerdo con nuestro Tribunal Constitucional -como un bien jurídico de obligada protección- o, por el contrario, como estableció el Tribunal Supremo norteamericano: como un ámbito temporalmente privatizado en el que la voluntad de la madre sería soberana. Tanto una como otra respuesta encierran opciones morales, que condicionarán ulteriores consecuencias jurídicas. Nos hallamos ante debates en los que reviste relevancia moral tanto afirmar una alternativa como la contraria. Sería ridículo afirmar que cuando nuestro Tribunal Constitucional considera la vida del no nacido como un bien públicamente protegido está asumiendo valores morales, mientras que cuando su homólogo norteamericano la privatiza estaría asumiendo una actitud neutral. Son dos códigos morales lo que en realidad se está aplicando, porque no hay otra solución. Cuando el Estado se ve obligado a trazar la frontera entre lo público y lo privado, entre lo que delegará a la generosidad moral privada y lo que considerará exigible jurídicamente, está inevitablemente activando un juicio moral. Juicio que en un Estado democrático deberá responder a las convicciones reales de la sociedad de la que se trate. De ahí la responsabilidad pre-estatal de quienes pueden ilustrar argumentadamente esas convicciones.

Precisamente esto explica que nuestra Constitución reconozca a la religión como un valor público, que reclama la colaboración del Estado. Los que, refiriéndose a España, hablan de “Estado laico” parecen no haber leído nuestra Constitución. Si lo hicieran, comprobarían que su artículo 16 afirma que “se garantiza la libertad ideológica, religiosa y de culto de los individuos y de las comunidades sin mas limitación (!), en sus manifestaciones, que la necesaria para el mantenimiento del orden público protegido por la ley”. En todo aquello que no perturbe el orden público -concepto éste que, sin duda, va más allá de los atascos de tráfico- no cabe poner límite alguno a cualquier manifestación de libertad religiosa.

El mismo artículo nos recuerda, por otra parte, que “nadie podrá ser obligado a declarar sobre su ideología, religión o creencias”; lo que resulta particularmente oportuno ante la evidencia de que, a veces, a algunos políticos se nos pretende obligar a declarar sobre ello, con lo que se nos acaba discriminando por suscribir unas convicciones u otras. Más de una vez, cuando alguien pretende irrumpir inquisitorialmente en mi intimidad, me siento tentado (aunque lo supere, porque nada impide ser más generoso de lo obligado…) a sugerir: “¿por qué no se lee el artículo 16 de la Constitución y me deja en paz?”.

Para terminar, idéntico precepto -que ciertamente no tiene desperdicio- señala que “ninguna confesión tendrá carácter estatal. Los poderes públicos tendrán en cuenta las creencias religiosas de la sociedad española y mantendrán las consiguientes relaciones de cooperación”. No contempla, pues, nuestra Constitución un Estado laico; ni tampoco un Estado confesional. Diseña un Estado dispuesto a considerar toda convicción religiosa como un valor público digno de protección y de cooperación. Para ello se remitirá a la actitud de los propios ciudadanos, a la hora de establecer las consiguientes relaciones de cooperación “con la Iglesia Católica” -mencionada “nominatim”- “y las demás confesiones”. Este es el marco vigente en nuestro sistema democrático…

6. El laicismo beligerante ha sido una constante en determinado sector de nuestro país tópicamente situado en la izquierda. Lo curioso ha sido cómo, con motivo de la reciente polémica sobre la exhibición del pañuelo en el ámbito escolar, ha acabado coincidiendo con las recetas de una xenofobia tradicionalmente deportada a la ultraderecha. Para cualquier creyente, frente a ese laicismo beligerante, las convicciones religiosas deberían aparecer más como un motivo de coincidencia que como ocasión de conflicto. Ante alguien que suscriba una convicción religiosa distinta de la mía, lejos de apreciar una circunstancia que pueda apartarnos o ser motivo de enfrentamiento, constataré una realidad que nos acerca mucho más que si no suscribiera convicción religiosa alguna. Probablemente eso nos llevará incluso a suscribir determinadas creencias comunes. Nos encontraremos en un ambiente particularmente familiar, como -por otra parte- no deja de ocurrir cuando, bajo mucho ateo confeso, acabamos encontrándonos a un devoto no suficientemente reciclado. Resulta interesante poder confiar en que, ante este horizonte multicultural al que nos acercamos, podamos apelar a una comunidad de sentimientos -y, a veces, incluso de creencias- con personas de otras religiones.

Se vive en estos días un profundo debate, ante la posible prohibición legal de determinados partidos. Resulta explicable, porque todo partido político aparece como expresión de la libertad ideológica. Dado que en ese mismo artículo se alude a la libertad religiosa, sería preciso mostrar cautela, al menos, similar a la hora de pronunciarse sobre cualquier tipo de fenómeno asociativo vinculado a elementos religiosos. En uno y otro caso se impone el “in dubio pro libertate”; con lo que la carga de la prueba la tendrá el que pretenda ver en ello un elemento negativo. Ocurre lo contrario cuando se impone el credo laicista, dando por hecho que donde emerjan públicamente convicciones religiosas el conflicto queda asegurado; por lo que sería preferible que se vaya cada cual a su casa a rezar al santo de su devoción, de la manera más recoleta posible.

III. HACIA UNAS PROPUESTAS DE CONCLUSIÓN 1. Frente a los recelos ante un posible dogmatismo, enemigo de toda convivencia razonable, cabe confiar en una positiva confluencia en la defensa de valores humanos desde diversas convicciones religiosas. Particularmente previsible resulta la coincidencia a la hora de defender a los más débiles e indefensos: la protección de los no nacidos, el respeto a la llamada tercera edad, la atención a los discapacitados o a los enfermos terminales etcétera. Esa positiva confluencia resulta particularmente necesaria en una sociedad cada vez más individualista y cerrada. Entre la fascinación de la pantalla televisiva y la creciente conexión con internet, puede disminuir la capacidad de comunicación de un personal en continuo ensimismamiento, que pasa sin solución de continuidad de una a otra ventana sin otro descanso que el de mirarse obligadamente al espejo cuando se lava los dientes. Hemos creado una civilización especular: nos anima a pasar todo el día mirando una pantalla. En ese ambiente, las convicciones religiosas podrán animarnos bastante a lograr esa confluencia para defender lo humano, lejos de todo dogmatismo perturbador. Tendríamos así lo que buscaba el propio Comte en su segunda época, más o menos enamoradiza: el cultivo del sentimiento y el calor de la solidaridad.

2. Archivada la pretendida inmadurez racional de la religión, las convicciones religiosas han de contribuir a evitar que se repita la ya experimentada degeneración de la ciencia, al servicio del poder político o económico. Inmadurez notoria supondría asumir que todo lo que la ciencia pueda llevar a cabo será, por definición, bueno para la Humanidad. Sin que importe, por ejemplo, demasiado que lo que se esté pretendiendo sea fabricar seres humanos para utilizarlos como materia prima. Eso ya se hizo; pero cuando oficialmente se supo pareció obligado el sobresalto. No es extraño que el Presidente alemán Johannes Rau haya aclarado que si ahora sigue oponiéndose a ello, no es porque a los alemanes les lleven pasados traumas a abrazar una ética particularmente escrupulosa, sino porque simplemente aspira a hacer honor a su condición de ser humano. Hoy, con preocupante naturalidad, se nos anima a repetir esa misma experiencia en versión industrializada. Esta degeneración de la ciencia al servicio del poder económico reclama una llamada a la mesura.

También la investigación científica, como actividad humana que es, ha de asumir límites. De lo contrario volveríamos a la barbarie; una barbarie, por científica, aún más cruel. Se hace necesario que la ciencia tenga conciencia; que haya un elemento ético capaz de marcarle su campo de acción adecuado. Porque el modo más eficaz de defender la actividad científica no es atribuirle una patente de irresponsabilidad, sino conseguir que sea lo que siempre ha aspirado a ser: el cauce más riguroso para la búsqueda de una verdad que es la que le da sentido. La ciencia, como ya vimos, no está en condiciones de captar el sentido de la realidad; éste le viene dado desde unos puntos de vista que la desbordan. Aquí podrán las convicciones religiosas ayudarle en más de una ocasión a ampliar adecuadamente su angular.

3. Pasando a los puntos de vista vinculados a la justicia, ya vimos en qué medida resulta indispensable alimentar con convicciones religiosas una imprescindible ética de la acogida, para poder abordar nuevos problemas que comienzan ya a hacer aparición. Por más que los teóricos de la ética descarten el relativismo, continúa difusamente extendida la idea de que, para ser demócrata, es preciso admitir que nada es verdad ni mentira. En tal ambiente vagamente relativista, ¿con qué punto de referencia podremos fijar la frontera de lo intolerable?.

Seríamos tachados de etnocentrismo y con no poca razón; porque, cuando nada es verdad ni mentira, lo único intolerable es transgredir los límites de un caprichoso y coyuntural concepto de lo “políticamente correcto”. No he logrado entender qué daño puede hacer en un colegio una niña portando un pañuelo, que nadie podrá impedirle llevar por la calle, sin incurrir en abierto totalitarismo. El día que los grandes almacenes de turno decidan que no hay nada más femenino que llevarlo, veremos quién se atreve a no llevarlo; no le dejarán elegir ni el dibujo…

Habrá que alimentar, pues, con convicciones religiosas esa ética de la acogida, especialmente necesaria ante el nuevo horizonte multicultural que se avecina. Si hace siglos llegó a imponerse, en el nuevo escenario del encuentro con América, fue por la posibilidad de apelar a una ética pública objetiva plasmada en un derecho natural ampliamente compartido. En él se apoyó el reconocimiento de unos valores humanos objetivos que sería obligado respetar, llamémosles como los llamemos. Lo que importaba entonces, e importará ahora, será el contenido: la exigencia de ver en el indio a un igual que merece respeto. Sin ello Bartolomé de las Casas se habría quedado sin argumentos y Francisco de Vitoria no habría podido legar los cimientos de un naciente derecho internacional. Afortunadamente, continúa aún su laborioso avance, del que da fe el inminente Tribunal Penal Internacional.

4. Ser coherentes con nuestras convicciones religiosas no condena a fundamentalismo perturbador alguno. La experiencia mayoritaria muestra, por el contrario, que la convicción religiosa genera en el ámbito moral un notable nivel de autoexigencia personal, que acaba teniendo indudable relevancia práctica en el orden social. Por el contrario, la falta de correspondencia en esas exigencias se traducirá inevitablemente en un déficit ético de la vida social.

Por ello voy a recordar, volviendo a la centenaria efemérides, algún otro pasaje del Beato Josemaría: “Dice el Señor: “Un mandato nuevo os doy: que os améis los unos a los otros. En esto conocerán que sois mis discípulos”. -Y San Pablo: “Llevad unos la carga de los otros, y así cumpliréis la ley de Cristo”. -Yo no te digo nada.” (Camino 385). Y nos hablará de llevar las cargas de los otros: “Ratos perdidos, quizá con la falsa excusa de que te sobra tiempo… ¡Si hay tantos hermanos, amigos tuyos, sobrecargados de trabajo! Con delicadeza, con cortesía, con la sonrisa en los labios, ayúdales de tal manera que resulte casi imposible que lo noten” (Amigos de Dios 44). Todo esto generará una solidaridad de lo cotidiano, porque tampoco la solidaridad ha de ser siempre institucional u organizada; ni siquiera no gubernamentalmente. La solidaridad tiene que formar parte del acento humano de una convivencia tejida en lo cotidiano.

5. Entrando, por último, en los aspectos relacionados con la democracia, nada menos oportuno que la imposición de vetos laicistas. Por el contrario, la aportación decidida a la fijación de esos mínimos éticos objetivos, indispensables para mantener una convivencia propiamente humana, tiene que constituir precisamente la exigible respuesta de las diversas confesiones religiosas, como contrapartida a esa colaboración que los poderes públicos asumen en cumplimiento de ese artículo 16 de nuestra Constitución, tan convencido del valor público de sus actividades. La presencia de la religión en la escuela, por ejemplo, lejos de implicar privilegio catequético alguno, permitirá a las confesiones religiosas no dejar frustrado el motivo civil de la ayuda que reciben: colaborar a la formación de la conciencia de sus fieles -cada una de los suyos robusteciendo sus convicciones sobre los elementos éticos objetivos a plasmar en el ámbito de lo público, impulsándoles así a ejercer como ciudadanos responsables, vivificando en su raíz el debate democrático.

He dejado escrito que no entiendo un derecho natural sin democracia. Me parece impensable; porque quien no respeta las formas democráticas niega exigencias de esa dignidad que derivan de la propia naturaleza humana. Las formas procedimentales de la democracia, lejos de pretender sustituir el juego de valores éticos objetivos en el ámbito de lo público, son su expresión más elemental, en cuanto reflejo práctico del respeto a la dignidad humana. No cabe imponer normas a otro sin contar, siquiera implícitamente, con él; de ahí que, a fin de cuentas, haya que remitir a unos mecanismos procedimentales con ayuda de los cuales podremos resolver la pluralidad de puntos de vista. Esto no quiere decir que la verdad sea el mero resultado de lo que opine la mayoría, pero sí implica que el acercamiento a la verdad en el ámbito de lo público no podrá llevarse a cabo sin tomarse el trabajo de argumentarla hasta con vencer a los demás.

6. Por último, para terminar, debo tomar nota de la alusión a que la doctrina de los derechos humanos surgió, precisa mente, para remediar conflictos de religión. La historia lo es en la medida en que no se ve condenada fatalmente a repetirse. En un horizonte bien distinto, estoy convencido de que el ecumenismo, como ya se ha apuntado hoy aquí, ha de servir ahora de privilegia do impulso a la solidaridad, A la hora de la verdad -y sin duda el mismo encuentro que luego tendrá lugar ayudará a entenderlo así…- las diversas convicciones religiosas deben de colaborar a consolidar lo que ha de constituir el núcleo de toda solidaridad; no olvidar una gran verdad: que cada cual ha sido creado para ejercer como guardián de su hermano.

Andrés Ollero Catedrático de Filosofía del Derecho Universidad Rey Juan Carlos de Madrid Tomado de www.cooperacionsocial.org