Andrés Ollero, catedrático de Filosofía del Derecho de la Universidad Rey Juan Carlos (Madrid), comenta cómo, con los dogmas políticamente correctos, se coarta la libertad de expresión en nombre de la tolerancia (“ABC”, 22 agosto 2006).
La libertad de expresión y el derecho a la información gozan hoy de un reconocimiento sin precedentes. El panorama sería idílico, “si no entraran en juego los distorsionantes efectos de lo políticamente correcto. El portillo de entrada es el desdibujamiento de la justicia por un planteamiento “buenista” de la tolerancia, que la malentiende como reconocimiento de derechos; me explico. El reconocimiento de derechos no es tarea propia de la tolerancia sino de la justicia, que es la que exige (llegando a recurrir a la coacción, si necesario fuera) dar a cada uno lo suyo. La tolerancia, por el contrario, es fruto de la generosidad, en la medida en que anima a dar al otro más de lo que en justicia podría exigir”.
Sin entrar en la oleada de leyes que introducen en Occidente nuevas coacciones bajo la cobertura de la no discriminación, Andés Ollero sostiene que asistimos a una peligrosa tendencia que lleva al disparate jurídico de pretender convertir “la tolerancia generosa en conducta jurídicamente exigible”. “El acrítico celo alimentado por lo políticamente correcto justifica inconfesadamente como novedoso principio el de ‘intervención penal, como mínimo’. El que vulnere sus implícitos dogmas irá a la cárcel, acusado de la ‘fobia’ que corresponda”.
El proceso es el siguiente: “Una conducta que no ha mucho se consideraba delictiva pasa a verse despenalizada en aras de la tolerancia. Bien pronto se ve convertida en dogma” y “se activan, como consecuencia, las baterías de la nueva ortodoxia. Se desmantela una institución milenaria, negando a la mayoría lo que era suyo. Se la incluye en el catecismo de lo políticamente correcto (‘Educación para la ciudadanía’, para entendernos) y se abren por vía penal a los ‘homófobos’ las puertas del infierno civil”.
La cosa, para Ollero, no deja de tener su ironía: “Lo más meritorio del asunto es que todo ello se lleva implacablemente a cabo en un contexto de dictadura del relativismo. Se pasa insensiblemente de la salmodia ‘buenista’ de que no cabe imponer convicciones a los demás, al veto formal a que alguien se atreva a expresar con libertad su propio código moral. Bentham, poco sospechoso de iusnaturalista, patentó la actitud del buen ciudadano ante la ley positiva: ‘obedecer puntualmente y criticar libremente’. Bobbio rechazó también con energía lo que tildó de ‘positivismo ideológico’: la peregrina idea de que una ley, por el sólo hecho de ser legítimamente puesta, genere una obligación moral de obediencia. Lo políticamente correcto, por el contrario, nos lleva al lejano oeste: prohibido prohibir, porque aquí nada puede considerarse verdad ni mentira, pero yo no lo haría, forastero…”