Una de las razones que se pueden aportar al debate que plantea el problema de la conducta de los jóvenes en las escuelas y en la calle, es que los chicos se sienten cada vez más solos. Se han hecho múltiples estudios sociológicos en países muy adelantados y una de las causas que se esgrimen es que los padres, por razones laborales o de otro tipo, tienden a dedicar menos tiempo a sus hijos y que los chicos se sienten solos. Diversos estudios norteamericanos, hechos con poblaciones de niños y jóvenes entre los años 1980 y 1990 ven aumentos de cifras de fracaso escolar, delincuencia juvenil, embarazos precoces, a pesar de que los ingresos económicos del hogar por niño aumentaron. Se alcanzaron cifras record de malestar infantil, que despertaron la preocupación social. Así, una encuesta publicada en 1991 por la revista “Time”, afirmaba que al 60% de los jóvenes estadounidenses le gustaría dedicar a sus hijos más tiempo del que ellos recibieron de sus padres, pues, como afirmaba el profesor Louv en “La niñez del futuro”, la autonomía de que disponían los niños, “más que a la educación en la libertad, se acercaba al abandono”.
Los hijos requieren una dedicación, un consejo, un apoyo, una seguridad y necesitan saber que tienen la retaguardia asegurada. Y que en un momento determinado, cuando tengan dudas o problemas de algún tipo, hay alguien querido y cercano que les ayude a sobrellevarlos. Esto es absolutamente fundamental, pues es imprescindible la función de la familia, aunque ésta sea vicaria, porque la familia no siempre puede ser el padre y la madre; y hay familias monoparentales por viudedad o por separación… Es muy importante siempre que las personas se puedan sentir valoradas en su justa medida, lo que adquiere característica de auténtica necesidad durante la adolescencia, en la que la inseguridad producida al abandonar la niñez determina una vivencia de precariedad que puede llegar a ser agobiante y muy destructiva. El peor de los chicos tiene un valor enorme como persona que es, y eso hay que dejárselo siempre muy claro.
En el ambiente enmarcado dentro de la “Década de Niño”, como fue el de los años noventa y tras la convocatoria de las Naciones Unidas de la “Cumbre Mundial de la Infancia”, una comisión de personalidades políticas, médicas, educativas y empresariales, de los Estados Unidos publicaron un “Código Azul” en el que se dicen muchas cosas sobre la situación de la juventud de aquel país. Con los datos de ese informe, Willian J. Bennett, entonces secretario de Educación, pronunció un discurso en la Universidad de Notre Dame (Indiana) en el que entre otras muchas cosas dijo que “la crisis no se limita, como algunos creen, a comunidades azotadas por la pobreza y el crimen sino que afecta a millones de adolescentes de todos los barrios a lo largo de la nación”. Para ilustrarlo apuntaba estadísticas: una de cada diez adolescentes embarazadas, con más de 400,000 abortos anuales, duplicación de suicidios y un número treinta veces mayor de muchachos detenidos en comparación con las cifras de tres décadas anteriores. “Demasiados chicos norteamericanos son víctimas del fracaso parcial de nuestra cultura, de nuestros valores y de nuestras normas morales: drásticas alteraciones en la composición de la familia, un diálogo escaso y débil entre la gente joven y los adultos, degradación de los vecindarios tradicionales y así sucesivamente.” –decía.
Su discurso no era un lamento, pues apuntó soluciones, como éstas: “En los últimos años hemos hecho un trabajo razonablemente bueno enseñando a nuestros hijos virtudes delicadas como la tolerancia, la comprensión, la propia estima y la sensibilidad. Y eso está muy bien. Pero creo que todavía nos perdemos en discusiones inútiles sobre la necesidad de enseñar virtudes fuertes como la disciplina y el dominio de sí, la responsabilidad individual y cívica, la perseverancia y la laboriosidad. Y añadía: “Así es como se configura el carácter de una sociedad: mediante la moralidad individual, que acumula un capital social de generación en generación, en beneficio de nuestros hijos. Las convicciones privadas son una condición del espíritu público. Pero hay que renovar continuamente la inversión en convicciones privadas: han de hacerlo los adultos. Esa es nuestra misión”.