Nuestra cultura tiene muchas referencias del mito de Edipo, a través de la literatura en las obras de Esquilo Sófocles, Eurípides, Séneca, Corneille, Gide, Cocteau, o en la música de Mussorgsky, Mendelssonh, Strawinsky, etc.Pero sobre todo, son los seguidores de Freud quiénes han dado más vuelo al nombre del rey de Tebas, al popularizar el célebre y confuso complejo de Edipo, tan en boga las décadas pasadas, cuando el psicoanálisis hacía un furor que se va apagando poco a poco.
El complejo de Edipo podría sintetizarse mucho al describirlo cómo un trastorno de la afectividad y la conducta derivados de carencias por falta de autonomía e independencia emocional respecto a las figuras paternas; que con frecuencia se interpreta sobre todo en el ámbito de la madurez psicosexual. Se puede decir que Edipo no padeció el complejo de Edipo, o al menos no parece deducirse de lo que se ha descrito de este personaje. Aunque, en el drama del héroe de Tebas, haya símbolos que le sirvieran a Freud para bautizar con el nombre de Edipo dicho trastorno psíquico.
Edipo era hijo de los reyes de Tebas, Layo y Yocasta. El augurio predijo a Layo que un hijo suyo lo mataría, casándose con su madre. Por eso Layo lo llevó al monte Citerón y lo abandonó colgado de un árbol por los pies para librase de él. Sin embargo Edipo fue recogido por un pastor y cedido al rey Polibo, de Corinto, que no tenía hijos y lo adoptó. Ya adulto, Edipo comenzó a dudar de su verdadera identidad y acudió al oráculo de Delfos – ¡otra vez el oráculo! – para aclarar el misterio. La Pitia no le reveló el nombre de sus padres, tan sólo le advirtió que no volviese a su patria, pues su futuro estaba determinado a matar a su padre y casarse con su madre. Muy asustado, Edipo abandonó Corinto y se dirigía a Tebas, cuando en el camino fue atropellado por un carro muy veloz. Lleno de furor, Edipo entabló una pelea, en la que mató al conductor, un lacayo y al dueño, que no era otro que su verdadero padre, Layo – desconocido para Edipo.
Continuando Edipo su camino, encontró a la Esfinge, un monstruo con cuerpo de león y rostro de mujer, que tenía aterrorizada a la población de Tebas. La venció con su lógica, descifrando una adivinanza del malvado ser, y fue recibido triunfalmente en la ciudad, donde recibió el premio de su hazaña y se casó con Yocasta, su madre, pasando a ser rey. Los dos vivieron felices, ajenos al conocimiento de su relación natural y tuvieron cuatro hijos. Hasta que la fatalidad asoló la ciudad y Edipo recurrió de nuevo al oráculo, que acusó al asesino de Layo como culpable de la ira de los dioses contra Tebas. Un anciano servidor del palacio le reveló su verdadera identidad y Yocasta se ahorcó al conocer la verdad, a la vez que él mismo se arrancó los ojos y los tebanos le obligaron a abandonar la ciudad.
En esta leyenda tan dramática hay mucho prejuicio, facilitado por tanto oráculo. Quizá las cosas han cambiado y la perspectiva actual no es la misma que la del mundo griego, dominado por la idea determinista de la fatalidad, los tiempos cíclicos y, sobre todo, de los aconteceres ya prederterminados por los vaticinadores. Pero no hay que olvidar que las enseñanzas de la mitología tienen una validez perenne y, por lo tanto, deben interpretarse con los matices que pueda darle el tiempo en que se recrean. Así, ahora, me parece que en esta historia hay aprensiones, adquiridas por la creencia en lo que dicen los adivinos. Y son, precisamente estos temores concebidos de antemano, los que alteran la libertad, los que conducen por derroteros equivocados la conducta hasta el sarcasmo, hasta el drama…Como Edipo y Layo que, sin complejos, llevaron hasta la exasperación la fatalidad de sus prejuicios.