La mitología griega se encarga de avisarnos, a través del símbolo, la poesía, el drama y tantas otras bellas maneras de expresión, de los problemas y dificultades que acechan a nuestra existencia. No ha estado nada contenida a la hora de manifestar las diversas formas de insensatez que cualquier humano es capaz de personalizar. El ejemplo de Narciso tiene en la actualidad una vigencia clamorosa: personas perdidamente enamoradas de sí mismas, que se creen el centro del universo, algo que con bastante frecuencia desemboca en una grave patología existencial y médica. Narciso es un niño gracioso, guapo. Hijo del río Cefiso y de la ninfa Liríope, está muy pagado de sí mismo y desprecia las atenciones de los demás. La preocupación materna lleva a Liríope a preguntar al ciego Tiresias si su hijo vivirá mucho tiempo. Y la respuesta del sabio no se hace esperar: “Sí, siempre que no se mire a sí mismo”. Las palabras de Tiresias no fueron comprendidas en aquel momento, y cayeron en el olvido. Pero el paso del tiempo y la insensibilidad del muchacho al amor y cariño de los demás fueron creciendo en Narciso, hasta el preciso momento en que un buen día de mucho calor el joven se acercó a una fuente para refrescarse. Allí reparó en su figura reflejada por el agua y se enamoró tan perdidamente de sí mismo, que quedó días y días en una postura de autocontemplación, hasta olvidarse de comer y llegar a la soledad y la muerte. Incluso, cuando fueron a recoger su cadáver para quemarlo en la pira funeraria, había desaparecido. Eso sí, en su lugar apareció una flor de color azafrán con una corola de pétalos blancos…