En la historia de los derechos humanos ocupa un lugar preliminar el reconocimiento de la libertad de conciencia. Quizás una de sus manifestaciones más claras sea el derecho a la objeción de conciencia. Las demandas que, históricamente, se han ido acogiendo a la objeción de conciencia han sido muy variadas. Podemos citar, en el pensamiento griego, el caso de Antígona, que se negó a obedecer las órdenes del rey por respetar los dictados de su conciencia. Otro ejemplo podemos encontrarlo en Tomás Moro, ejecutado por orden de Enrique VIII en la Inglaterra del siglo XVI. Su negativa a acatar una decisión del monarca se fundamentó en que ésta agredía profundamente su conciencia. Decía: “En mi conciencia, este es uno de los puntos en que no me veo constreñido a obedecer a mi príncipe… Tenéis que comprender que en todos los asuntos que tocan a la conciencia, todo súbdito bueno y fiel está obligado a estimar más su conciencia y su alma que cualquier otra cosa en el mundo”.
También merecen destacarse, en el siglo XVII, las reclamaciones de los cuáqueros, al negarse a empuñar las armas por razones de conciencia. En nuestros días quizás las demandas más frecuentes han sido las referentes a exención de la prestación del servicio militar y la objeción de conciencia a la práctica del aborto.
La libertad está por encima de los Estados, salvo en los autoritarios A pesar de la diversidad de supuestos que, históricamente, se han acogido a la objeción de conciencia, en la base de todos ellos encontramos un mismo presupuesto: el poder (lo detente quien lo detente) no puede ordenar cualquier cosa, sobre todo, si ello agrede gravemente la conciencia de los ciudadanos. De este modo, la objeción de conciencia implica siempre el incumplimiento de una obligación de naturaleza jurídica cuya realización produciría en el individuo una agresión grave a la propia conciencia. Lo bien cierto es que desde los orígenes del Estado de Derecho se ha entendido que el respeto a la conciencia es uno de los límites más importantes del poder, ya que la dignidad y la libertad humanas se encuentran por encima del propio Estado. Por el contrario, el rechazo del derecho a la libertad de conciencia se encuentra, entre otros rasgos, en la base de todos los autoritarismos. Ciertamente, una de las características más frecuentes de los Estados autoritarios es que pretenden invadir y dirigir la conciencia de los ciudadanos.
Esta realidad, la importancia que en un sistema democrático tienen la libertad ideológica y de conciencia de las personas, pretende ser negada en la actualidad a ciertos sectores de la población. Al menos, ello es lo que se deduce del debate actual sobre la dispensación por los farmacéuticos de la píldora del día siguiente.
Por un lado, resulta muy lógico que a un profesional, formado en el respeto a la vida y la promoción de la salud, le provoque un grave daño a su conciencia tener que participar en la eliminación de un embrión humano. No obstante, desde ciertos sectores se está intentando presionar para negar la posibilidad de que el farmacéutico pueda acogerse a la objeción de conciencia. Frente a ello, es evidente que el farmacéutico, como cualquier otro sanitario, posee una formación y capacitación específica que le permite tomar decisiones, en ciencia y en conciencia, y ser responsable de ellas. Impedir esta capacidad es negarle, no sólo su lugar como profesional del ámbito de la sanidad, sino también un derecho humano básico, el de actuar según su conciencia. No se trata de un asunto baladí, por cuanto que la dispensación de la píldora del día siguiente afecta al bien jurídico más importante de nuestro ordenamiento e incluso de nuestra sociedad, la vida humana.
Angela Aparisi, Directora del Instituto de Derechos Humanos Universidad de Navarra.