Europa, «la más hermosa de las tierras», como dijo Plinio (23-79 d.C.), era para griegos y romanos y para la Edad Media una de las tres partes del mundo. Las otras dos de entonces se llamaban como ahora, Asia y África. Los más antiguos testimonios de esta tripartición del orbe que se conservan son de Heródoto (480-424 a. C.), el «padre de la historia» y el primer escritor occidental que enriqueció con su elocuencia este género literario. Pero no fue él quien puso el nombre a Europa. Lo empleaba como algo conocido y declaraba ignorar el origen de esta denominación. «No existen datos que especifiquen de dónde ha tomado ese nombre, ni quién fue el que se lo impuso».
Según una leyenda procedía del de una princesa fenicia de la que se prendó Zeus cuando la vio jugando con otras muchachas en una playa y la raptó, montándola sobre los lomos del manso toro blanco en que se había transformado para esta aventura. Pero Heródoto no lo creía, porque la bella princesa era de Asia y ni el toro ni ella pisaron el continente europeo.
Antes de Heródoto, Europa, como nombre geográfico, había sido mencionada en el relato de un viaje del dios Apolo por la Hélade. Allí se llamaba Europa a la Grecia continental, pero sólo a ella. ¿Sería que entre el tiempo de ese himno y el de Heródoto el nombre se extendió hasta designar toda una parte del mundo? ¿O es que el vate lo aplicó a ese espacio más reducido para distinguirlo de las islas y del Peloponeso? En todo caso, la división del mundo en esas tres partes, separadas entre ellas por el río Don, el mar Mediterráneo o la cuenca del Nilo, fue doctrina común entre los griegos desde el siglo V a. C. De ellos la tomaron los romanos y de estos los europeos de los «siglos oscuros» y los de la Edad Media.
Ya en el 700 a. C. había establecimientos helénicos en las costas de Anatolia y en las del Mar Negro. Pero aquello no era Europa sino Asia. Después de Alejandro (356-323 a. C.) los griegos y su cultura se adueñaron de los dominios del «Gran Rey» y de Egipto. Pero esos reinos pertenecían a Asia o a África. Por el contrario, la península itálica, sus islas y las colonias y centros comerciales griegos del Mediterráneo occidental (Marsella, Ampurias, etc.) estaban en Europa.
La primera Europa que conoció la Antigüedad fue la griega que, desde la Hélade en oriente, llegaba a Italia, a la gran colonia de Marsella y a las más modestas de Iberia. Después, Europa fue la de la Roma republicana de la cultura grecorromana de expresión latina. Con centro en Italia abarcaba desde Tracia a los Alpes, el sur de la actual Francia y las provincias hispanas, y se coronó con la conquista de las Galias por César y su desembarco en Britania. En los primeros reinados del Imperio sus límites fueron el Rin y el Danubio, hasta sus desembocaduras en las provincias de la «Germania inferior» y de Dacia. Finalmente, a partir del siglo IV, se entiende por Europa, la Europa cristiana, que en seiscientos años alcanzaría a cubrir todo el continente. Esa es la Europa que tiene su continuación en el resto de la Edad Media y en la Moderna hasta hoy, por muy secularizados que estén en la actualidad los pueblos y los estados.
Un ilustre y acreditado historiador británico, recientemente fallecido, John Morris Roberts, es autor, entre otras monografías y obras generales, de una de las mejores historias de Europa que yo conozco. Se publicó en Oxford en 1996 y no ha sido traducida al español. Con el estilo sobrio y directo de los buenos escritores anglosajones de ahora el profesor Roberts gusta de salpicar su prosa con frases rotundas y expresivas.
Así, en uno de los primeros capítulos de su libro, al enunciar las herencias que han dado vida y significación al continente, escribe que en los últimos años del reinado de Augusto ocurrió un acontecimiento del que se puede afirmar que no ha habido ningún otro de tanta repercusión en la existencia de la humanidad. «Fue, prosigue, el nacimiento en Palestina de un judío que ha pasado a la historia con el nombre de Jesús». Para sus seguidores, que pronto se llamaron cristianos, la trascendencia de este hecho se basa en que entendieron que era un ser divino. «Pero no hay que decir tanto para encarecer la importancia de ese Jesús. Toda la historia lo pone de relieve». «Sus discípulos iban a cambiar el mundo. En lo que concierne a Europa, ningún otro grupo de hombres o mujeres ha hecho más para conformar su historia».
«No ha dejado de haber, reconoce el profesor inglés, violentos desacuerdos sobre quién era Jesús y lo que hizo y se propuso hacer. Pero es innegable que su enseñanza ha tenido mayor influencia que la de ningún otro «santo» de cualquier época, porque sus seguidores lo vieron crucificado y después creyeron que resucitó de entre los muertos». «Somos lo que somos, concluye Roberts, y Europa es lo que es, porque un puñado de judíos palestinos dieron testimonio de estas cosas».
Los discípulos y continuadores de esos palestinos, en menos de diez generaciones -o sea, unos tres siglos-, cristianizaron en griego y en latín el mundo romano, integrando en su mensaje religioso los valores, principios e historias del judaísmo, cuyos libros sagrados pasaron a formar parte de su patrimonio espiritual y cultural, junto con los que referían la vida y las enseñanzas de Jesús -los Evangelios- y los escritos doctrinales de los primeros y más inmediatos seguidores del «Maestro».
Ambas series de obras, conocidas como el Antiguo y el Nuevo Testamento, constituyen la Biblia de los cristianos.
Desde el siglo V el cristianismo se propagó por tierras y pueblos no romanizados (los celtas irlandeses, los godos, francos y otros germanos invasores), gracias a la acción misionera de los monjes y a la obra política de los reyes. Hacia el año mil o poco después había llegado por el lado latino a Escandinavia y al centro del continente hasta Polonia. Por el lado bizantino, con la escritura cirílica y la vieja lengua eslava, se asentó en Bulgaria, en lo que hoy es Ucrania («ukraina» es frontera) y en la Rusia de Kiev.
Pero al nivel de la época el cristianismo había asimilado la filosofía y la ciencia de los griegos y los conceptos y principios romanos de la persona, la igualdad y universalidad del género humano y la organización política de la sociedad, el derecho y el poder. Todos esos contenidos y doctrinas los recibe la Modernidad por la «intermediación cristiana». Hasta el siglo XX, el de los totalitarismos nazi y comunista, todo -lo bueno y lo malo, las guerras y las paces- ha quedado entre cristianos: ortodoxos o heterodoxos, de una u otra confesión o iglesia, como ya venía ocurriendo desde la Edad Media: Dante y Bonifacio, Loyola y Lutero, Trento y Calvino, Descartes y Kant, Galileo y Newton, Maquiavelo y Erasmo Pero tratando de cristianismo y Europa no todo es historia. También hay sociología. La mayoría de los ciudadanos de la actual Unión son cristianos. Asiduos o no a la práctica de sus respectivas confesiones, los cristianos superan los dos tercios de la población de los «quince». Con las diez nuevas incorporaciones su número y proporción aumentarán. Son herencia viva de la cultura cristiana en Europa hasta el calendario, las fiestas, el descanso semanal y el domingo, así como la influencia ideológica y moral de las iglesias. Las familias europeas suelen bautizar, por lo menos en su mayor parte, a sus hijos y quieren que en su país y entre los suyos se conozcan los hábitos y tradiciones del cristianismo. El anticristianismo de marxistas y de nazis, vencido por la historia, ha arriado sus banderas o ha limado sus uñas. La libertad religiosa -que implica la de no tener religión- es un principio compartido por creyentes e increyentes. Política y religión son entidades separadas. En una palabra, ha acabado siendo de general aceptación el principio enunciado por Jesús de Nazaret cuando mandó «dar al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios».
No obstante, parece existir en algunos doctrinarismos oficiales de ciertos estados y políticos un nuevo laicismo militante que conduce al absurdo de negar la historia de los pueblos y la realidad social.
Por el contrario, recoger en el pórtico de la Constitución europea la herencia del cristianismo no es un confesionalismo anacrónico. Será el reconocimiento, a la altura del siglo XXI, del propio ser de Europa, de su cultura y la de las naciones que la integran.